domingo, 24 de noviembre de 2013

Baruch Spinoza

Yo era un niño mentiroso. La culpa era de la lectura. Tenía mi imaginación siempre incandescente. Leía en clase, en el recreo, camino de casa, de noche bajo la mesa, tapándome con un mantel que llegaba al suelo. Debido a los libros pasé por alto todas las cosas de este mundo: las escapatorias de la escuela al puerto, el comienzo de los billares en los cafés de Gréchevskaya, los baños en Lanzherón. No tenía amistades. ¿A quién le agradaría tratar a un tipo así?

Un día vi en poder de Mark Borgman, nuestro primer alumno, un libro sobre Spinoza. El acababa de leerlo y sin poder contenerse comenzó a hablar a los muchachos que le rodeaban de la Inquisición española. Lo que contaba era una farfulla científica. Las palabras de Borgman estaban desprovistas de poesía. No aguanté y me entrometí. Hablé a los que quisieron escucharme del viejo Amsterdam, de las tinieblas del ghetto, de los filósofos-tallistas de diamantes. Agregué mucho de mi cosecha a lo leído en los libros. Sin eso no podía pasar. Mi imaginación confería fuerza a las escenas dramáticas, trastocaba los finales, ponía misterio en los comienzos. La muerte de Spinoza, su muerte redimida y solitaria, quedó trasformada por mi imaginación en una contienda. El sanedrín quiso obligar al moribundo confesar, pero él no retrocedió. Allí mismo intercalé a Rubens. Me imaginé que Rubens había permanecido ante el lecho de Spinoza y había sacado la mascarilla mortuoria.

Mis condiscípulos escucharon la fantástica novela con la boca abierta. Fue una novela contada con inspiración. Nos separamos con disgusto al oír el timbre. En el recreo siguiente Borgman se acercó a mí, me tomó de la mano y comenzamos a pasear juntos. Al poco rato nos pusimos de acuerdo. Borgman no tenía las fastidiosas características del primer alumno. Para su cerebro recio la ciencia escolar era como los garabatos al margen de un libro auténtico. Buscaba esos libros con verdadera ambición. Con la ingenuidad de nuestros doce años sabíamos ya que le esperaba una vida sabia, nada común. No preparaba las lecciones, sólo las escuchaba. Aquel muchacho juicioso y formal me tomó afecto por mi manera de trastocar todas las cosas del mundo, las cosas más simples que cabe imaginar.




(Isaak Babel, “En el sótano”, de CUENTOS DE ODESSA, pg. 91, 92)


3 comentarios:

Blogger pablo ha dicho...

Si alguien empieza a leer el blog, que hace muchísimo tiempo no lo actualizaba (y voy a hacer cambios, voy a seleccionar solo las fotografías ligadas a Wietkiewicz que están en buen estado), y se extraña y quiere saber una razón por la que he vuelto a pegar cosas en este blog, pues no puedo decirle nada respecto a por qué sucede esto, pues no lo sé.

24 de noviembre de 2013, 10:47  
Blogger Marta Alicia Pereyra Buffaz ha dicho...

Tienes madera, Pablo. Las letras circulan en tu sangre.

29 de noviembre de 2015, 18:43  
Anonymous Anónimo ha dicho...

Marta, ahí cerca está el relato "Tacheros del orto", que parte de una experiencia en la Argentina. Sería muy lindo que ese lo leyeras, claro, si quieres. Me encanta saber que piensas que "tengo madera".

Pablo

1 de diciembre de 2015, 11:47  

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