Unos Cuantos Demonios tiene el Paraíso
Como a mi me llega al Schubert el narcisismo extremo de nuestros noveles escritores peruanos, a continuación les presento un gran relato de mi pata Gabo Aller. Es decir, es mucho mejor saber que una variedad de escritores peruanos escriben cosas de puta madre, que adocenarse en disputas incomprensibles, vanidades ridículas, megalomanías agotadoras, a las que nos tienen acostumbrados estos talentos. Aquí va:
Nos detuvimos en la oficina de migraciones peruana, en la frontera norte. El chofer del colectivo, un piurano de no más de cincuenta años, nos confirmó que nos esperaría mientras hacíamos el trámite. Juan Javier y yo habíamos tomado el colectivo en Piura, era un Mercedes dorado muy bien preservado con motor diesel. El viaje de más de trescientos kilómetros nos costaría treinta soles a cada uno. Aceptamos de inmediato. Quedarnos implicaba esperar dos horas hasta el próximo ómnibus, y el calor de las ocho de la mañana en Piura es duro, tan duro como el del mediodía.
Me sentía excéntrico sentado en ese Mercedes. Imaginaba como todos esos cromos relucientes y el dorado recién pintado reflejaban la luz del sol en medio del desierto. Fantasié con tener algún grado de propiedad sobre el auto, ser el hijo engreído de la familia terrateniente a la que le habían expropiado las tierras y a la que sólo le queda el auto y el fiel chofer.
La imagen no había sido muy difícil de construir. Esa historia la había venido escuchando varias veces la semana anterior en Colán, el balneario piurano detenido en el tiempo, y en el que aún veranean algunas familias terratenientes expropiadas el año 69 por el gobierno militar, que con orgullo siguen contándote como el papá o el abuelo llegaba en avioneta a pasar el día en la playa.
Aturdidos por el calor, la mañana había pasado sin diálogos. Veía pasar las líneas de la carretera hipnotizado por el ritmo al que nos deslizábamos sobre ellas. No necesitaba más evidencias para darme cuenta que ya me había entregado al goce absoluto del viaje. Juan Javier (a quien llamamos en confianza JJ) y yo guardamos una desmedida afición por la caza submarina. Nos conocimos hace diez años buceando en Máncora, cuando éste aún era un pueblo silencioso y el mar peruano tenía pesca. La aridez de nuestro mar nos fue empujando cada vez más al norte, en busca de mejores presas. Este, como los tres viajes anteriores, sería una versión proletaria de un safari subacuático en el Ecuador.
El policía de la oficina de migraciones en el Perú me pidió el DNI para chequear mí situación legal en la computadora. Inmediatamente le entregué mi libreta electoral de tres cuerpos. La miró como se mira a un insecto e intentó sacarle la mica en la que estaba guardada desde hace ya 8 años. Usó la uña larga del meñique para jalarla. Yo sabía lo que se venía, así que antes de que alcance a decirme nada le recordé que era un documento vigente y así lo confirmaba un poster que estaba pegado en la pared de la oficina, pero insistió en el intento y alcanzó a sacarla. Me miró un segundo con sonrisa de medio lado, antes de mostrársela a otro policía que estaba sentado frente a una máquina de escribir. ¿Qué hacemos?, le dijo el de la uña larga. “Tendrá que dejar algo para el almuerzo”, respondió el de la máquina de escribir.
Estaba feliz de salir del Perú: el caos, el mal olor y el calor de Huaquillas me aliviaron, estaba más cerca de donde quería. El mar era el destino y nada nos podía malograr la fiesta. Teníamos las horas justas para alcanzar el último ómnibus que salía del terminal terrestre de Guayaquil hacia la costa. El itinerario del viaje ya era una rutina: Huaquillas, Guayaquil, Libertad, Montañitas, 700 kilómetros más. A pesar del aparente caos y de lo inseguro que parece todo, las cosas están controladas, nunca nos han robado nada. En el ómnibus viaja siempre un oficial, imagino que debe ser un policía y aunque parezca extraño éste sí da algo de seguridad.
Las caras en la costa del Ecuador no son muy distintas a las nuestras pero puedo llegar a establecer dos grandes patrones, el primero es el de pelito a lo Puma Carranza, corto arriba y largo atrás, lentes oscuros sobre la cabeza y zapatillas de caña alta, la versión limeña del choro que se arregla para ir al talk show, pero con mirada ingenua. El segundo patrón es el de bigotito a lo Pedro Infante, con corte de pelo estilo alemán y la misma cara que la cerámica Valdivia ya retrataba hace más de 4 mil años en la zona.
Once de la noche en Guayaquil y en el terminal terrestre estaba por salir el último ómnibus a Playas. Ese era el nuestro, sólo 250 kilómetros. El peso del equipo de buceo todavía no incomodaba, la ilusión de la llegada nos impedía sentir los 8 kilos de plomo que cada uno cargaba a la cintura, tampoco nos incomodaba mucho la larga funda los arpones ni el maletín extra para el resto del equipo. Ya tendríamos tiempo de lamentar el peso al regreso. Lo que sí resulta insoportable en los micros ecuatorianos es la música, todos tienen cuatro parlantes gigantes por lado, con el nivel de agudos puesto al tope y el volumen muy alto reproduciendo las versiones remix de todas las imitadoras de Rosi War.
AMIGOS DEL DIABLO
En Montañita teníamos donde quedarnos, en el 2000 había conocido al hombre más querido y temido del pueblo, el “loco Vito”, como le decían los que lo conocían, o“Vito el diablito”, como él se presenta. Un drogadicto y alcohólico, apasionado deportista submarino, padre de los cuatro hijos más saludables y mejor criados de la zona, marido de la sufrida e inteligente profesora Genoveva y desde ese año, mi hermano ecuatoriano.
Vito, un flaco desdentado y colorado, de edad imposible de determinar, es la encarnación de muchas de las contradicciones humanas: un noble ex buzo profesional, adicto al crack, infiel y amante esposo; el más peligroso, leal y violento enemigo; respetuoso amigo, cuidadoso padre y dueño del pedazo más bonito de la playa al que ha nombrado “Cabañas Vito”.
La casa la construyó con sus propias manos a finales de los 70's. Las cabañas de los huéspedes las fue construyendo de a pocos, a medida que el pueblo se convirtió en paradero obligatorio de los surfers europeos y gringos que encontraban referencias en Lonely Planet. Los latinoamericanos fuimos llegando en la última década, chilenos, argentinos, peruanos y colombianos caímos motivados por la increíble devaluación ecuatoriana que nos permitía meternos las más grandes de nuestras trancas a cambio de un billete de 5 dólares.
A las tres de la mañana del viernes 29 de julio del 2002 llegamos al destino. Vito estaba despierto pero no borracho, “¡los estaba esperando desde ayer!” gritó entre risas desde la ventana de su cuarto al vernos llegar por la carretera. Todo lo dice gritando. Genoveva feliz de vernos le decía a Vito: “ahora si te quiero ver, mañana te llevan a bucear”. Nuestra llegada era el fin de la farra para Vito. No más aguardiente ni crack por un par de semanas, el buceo y la competencia que se creaba entre nosotros le reducía el síndrome de abstinencia por algún tiempo, por lo menos así había ocurrido las veces anteriores. Creo que por eso nos quiere tanto.
“¿Todo eso es tuyo, mamita?”, fue lo primero que escuchamos en la mañana. Vito se había despertado y ya molestaba a tres peruanas que se quedaban en la cabaña más cercana a la playa. El mar estaba movido y el cuerpo sufría las consecuencias del viaje. En esas condiciones era imposible bucear, así que pasaríamos el día como veraneantes abstemios, cuidando el físico y acumulando un poco más de ansias antes de entrar al mar.
JJ ya estaba sentado en la terraza de nuestra cabaña y acariciaba a la perra de la familia, Cucha, una pit bull vieja que acababa de parir. Le pregunté por el Jetas, un bóxer con el mismo temperamento de Vito, y me respondió que todavía no lo había visto. Durante el desayuno nos enteraríamos que el desventurado perro había decidido enfrentarse a un toro y que murió de una cornada.
La mañana trajo más historias. Vito las contaba, los hijos representaban las escenas y Genoveva confirmaba y certificaba como notario lo que para nosotros sonaba a delirio. “¡Papá, cuenta la del mero!” decía Síam, el mayor de los hijos de más de 80 kilos y menos de 15 años. “Sí, la del mero”, repetían Mimi de 12 años y Cristina de 6. “Israel, bájame el cuchillo y la zapatilla” le dijo Vito al segundo hijo. Israel corrió al segundo piso y bajó una navaja partida y una zapatilla rota. Vito empezó una apasionada narración que venía más o menos así. El estaba caminando por la playa borrachísimo, ya estaba por llegar a su casa cuando vio que en la orilla algo se movía, pensó que era un tiburón que se había quedado atracado en la marea baja y se acercó con la navaja en la mano. Cuando ya lo tenía cerca se dio cuenta que era un mero (el pez más buscado por los buzos), "un guato" como le dicen los ecuatorianos. Saltó a pegarle una patada y el pie se le quedó atracado en la agalla, pero antes de caer alcanzó a clavar el cuchillo en la cabeza del animal. JJ y yo no parábamos de reír. “¿Qué, no me creen?”, y miró a su mujer, “¿Genoveva, es verdad?” y ella contaba su versión, “sí pues, yo escuchaba a éste que gritaba desde la playa ¡un guato!¡ un guato! Y yo pensaba que ahora sí lo tenía que internar, pero se apareció todo mojado y borracho cargando al hombro un tremendo animal de 50 libras”.
Todo es así en esa casa, las historias, las arañas que se pasean por la sala y que no te dejan matar porque “son amigas de la familia”, el afecto que se demuestran entre ellos y el cariño con el que nos tratan a nosotros.
LOS ADVENEDIZOS DEL PARAISO
Esa tarde conocimos a las peruanas de la cabaña del frente, las del “todo eso es tuyo, mamita”. Vito se encargó de presentarlas. Ellas ya tenían una semana en Montañita y habían escuchado hablar de la reserva de Machalilla, que queda por ahí, y querían conocerla. Genoveva intervino y dijo “Gabriel, pero tú has ido varias veces a Machalilla, ¿Por qué no las acompañas?”. Me sentí como el tonto sin pareja en fiesta de promoción, al que la tía le chanta a la sobrina gorda para ir a bailar.
Como saben bien, es imposible eludir esos compromisos, así que JJ le vio el lado amable y escogió inmediatamente cuál de las chicas podía cargar la correa de plomos durante los más de tres kilómetros que tendríamos que caminar entre el pueblo de Machalilla, donde nos dejaba el bus, y la reserva. No recuerdo el nombre de ninguna de las chicas así que desde ahora para identificarlas serán la Flaca, una rubia no muy entretenida, y las hermanas Mayor y Menor, dos morochas pulposas con algunas curvas un tanto más que sinuosas.
Al día siguiente, temprano, estábamos 50 kilómetros al norte de Montañita, en Machalilla, un pueblo no muy bonito frente a una de las playas más hermosas que uno puede llegar a conocer “¡Baja, baja en la reserva”, le dije al chofer, “no, aquí no, un poquito más allá” agregué cuando el bus se detuvo frente a la puerta principal y recordé que había escuchado que la entrada costaba para los extranjeros 10 dólares y eso era mucho. Si juntábamos todo el dinero que teníamos llegábamos a 45 dólares. Así, justificamos el delito rapidísimo, todo muy peruano, nadie estaba de acuerdo en pagar. Entraríamos por una trocha que eludía a los guardias forestales, quedaba a unos 200 metros de la entrada principal y que ya la había usado varias veces en los viajes anteriores.
Antes de bajar del bus el cobrador, reconociendo lo que estábamos por hacer, me miró con complicidad. Me dio el vuelto del pasaje, sacando una moneda de 50 centavos de dólar ecuatoriano de la oreja. No era un acto de magia. Ya había visto a muchos vendedores ambulantes y cobradores guardar monedas dentro de las orejas. Yo había jurado en el fuero más intimo no tocar jamás una moneda tan calentita y grasosa, pero la mirada de complicidad delictiva con la que me la entregó me hizo imposible rechazarla. Ya era uno de ellos.
Yo encabezada la caminata, me sentía un cuatrero adentrándose en el último bosque tropical seco de la costa del Pacífico. El camino es precioso, una trocha angosta rodeada de vegetación de lo más exótica y tupida, aunque de vez en cuando te permite ver el mar y la pequeña isla Sucre, un desprendimiento de las islas Galápagos muy cercano a tierra. La Mayor ya sufría por el peso de los plomos de JJ.
Llegamos a la playa algo cansados, sin embargo, nadie se atrevió a quejarse después de ver tanta belleza. El mar estaba cristalino y muy tranquilo, las olas llegaban suavemente a la arena blanca, sin hacer ruido. Es de esas playas que sólo se pueden comparar con el paraíso y en las que no te sorprendería encontrarte con Adán o Eva discutiendo por el fruto prohibido.
Entré rápidamente a lo que había venido, a bucear. El mar estaba caliente así que me metí sin traje, cargando sólo un arpón chico. No hay nada más feo para un buzo que pasar mucho tiempo sin ver peces, empiezan a venirte a la mente todas las imágenes de ataques de tiburón que has visto en el Discovery Channel, acompañadas desde luego, retumbando en la cabeza, la música de Tiburón, la película la Steven Spielberg.
Me arrepentí de entrar al mar sin traje, sentía el cuerpo tan expuesto a la mordida imaginaria que prefería deshidratarme antes que pasar el miedo que venía pasando. Ya había decidido salir del agua, cuando apareció un cardumen de jureles todos de más de 10 kilos. Pasaron muy rápido detrás de un bolo de mumullo (un grupo de peces muy pequeños parecidos a nuestra anchoveta). No alcancé a disparar porque dudé escogiendo al más grande. Tuve suerte de no perder el disparo porque inmediatamente después apareció, iluminando el fondo, un grupo de pargos rojos, una presa mucho más interesante de pescar que un jurel. Ahora sí, no esperé mucho y disparé al primero que me dio tiro. El pez peleaba ensartado en la varilla del arpón hasta que finalmente logré matarlo. Salí del mar pocos minutos después, porque nuevamente los peces habían desaparecido y el tiburón imaginario olía la sangre del pez muerto que yo tenia pegado al cuerpo. Volvía a sonar la música. JJ no llegó a entrar al agua.
Al salir del mar, sólo quedábamos en la playa, además de nosotros 5, una pareja de turistas. El hombre se acercó a preguntarme qué pescado era, hablaba un inglés tan malo como el mío. Yo le respondí e inmediatamente le pregunté “¿de dónde eres?” Me dijo que de Hungría. Me resultaba difícil entender cómo alguien podía verse tan colorado, estaba más rojo que el pargo. Limitados por el choque cultural no dijimos más y se fue. Recogió a la mujer que lo acompañaba y entraron al bosque por una trocha distinta a la que nosotros habíamos usado para llegar.
Cuando estaba a punto de terminar de meter el arpón en la bolsa de buceó, salio del bosque el húngaro rojo gritando como una bestia a punto de morir. JJ me miró tan asustado como ya lo estaba yo. "¡¿Qué pasa?!" , preguntábamos gritando al pobre hombre que sólo atinaba a mover las manos con una euforia incontrolable. Lograba señalar el camino, pero sólo era capaz de emitir unos espantosos aullidos. Nos separaban de él 50 metros, y no veíamos salir a la mujer al descampado de la playa. Inmediatamente me pasó por la cabeza el abanico más amplio de animales feroces. Lobos, pumas, leones, dragones de Comodo, el bestiario era tan amplio como el del más oscurantista cura de la Edad Media. Yo le gritaba a JJ que cargue su arpón, pero él ya corría para ayudar al húngaro. Tenía el mío en la mano y logré cargarlo.
En esos cincuenta metros tuve tiempo de imaginar lo más lógico. En ese lugar habitaban pumas, así que era un puma el que tenía en sus fauces a la pequeña húngara. ¿Adónde tendría que dispararle al animal para que suelte a la mujer?, ¿cómo tendría que hacerlo para que no embista contra mí, herido y más feroz? El húngaro seguía gritando. Todas las imágenes se detuvieron al entrar al sendero. Desde la parte alta de un pequeño montículo, un hombre con la cara cubierta por un pasamontañas nos apuntaba con una pistola, y desde el camino bajaba otro con una media de nylon en el rostro, y un arma apuntando a la cabeza de la húngara.
Fue un alivio saber que se trataba de gente y no de un puma. El cerebro aún andaba por su lado y disparaba posibilidades, así que por un segundo tuve la certeza que eran las FARC lo que tenía enfrente, y que esperaba un escuadrón entero detrás de los encapuchados. Por ese entonces los peruanos y ecuatorianos vivíamos con paranoia las consecuencias del Plan Colombia. El húngaro seguía gritando y yo tenía ganas de enmudecerlo, la pequeña mujer estaba a punto del desmayo. Apunté con el arpón al de la media y le pedí que la suelte, él lo hizo inmediatamente y tan rápido como ocurrió, yo deje caer el arpón en la arena que en ese momento ya no importaba que fuese blanca.
No salía más gente por el sendero, así que era obvio que se trataba de un robo. Nunca antes me habían asaltado, pero he escuchado tantas historias sobre atracos que uno casi tiene grabado un procedimiento para actuar en esos casos, así que intenté hacer lo que siempre he escuchado que se debe hacer. Los tranquilicé y les pedí que se lleven todo rápido. “Calla concha tu madre y baja las manos que acá mando yo” dijo el de la media, “baja las manos carajo”, le repitió al húngaro, “este maricón como grita carajo”.
Las hermanas Mayor y Menor intentaban la huida, se las veía graciosas corriendo por la playa con tanta torpeza. La Flaca, que se había quedado inmóvil les gritó que se detengan, ellas lo hicieron y regresaron con la cabeza gacha los metros que habían conseguido correr. La escena era patética, pero lo fue aún más cuando los enmascarados recogieron las cosas y en vez de marcharse con ellas, nos exigieron que caminemos. Nos guiaban por la trocha por la que habíamos llegado y caminábamos en fila india. Ellos estaban al final de la cola. Nuestro grupo lo encabezaba la pareja de húngaros, los seguían Menor, Mayor y Flaca, JJ y yo nos turnábamos tácitamente el final del grupo. Ambos creíamos poder ser la primera víctima del tiro en la nuca y jugábamos una especie de ruleta rusa que le diese la oportunidad al otro de salir corriendo.
El primer acuerdo que tomamos los peruanos fue decir que éramos chilenos, la idea fue de JJ que había imaginado que alguno de los captores podía haber luchado en el conflicto del Cenepa o que podían tener algún familiar muerto en ese enfrentamiento, no queríamos tener ninguna clase de enemistad preexistente con los encapuchados. La pregunta la había hecho el de la media. El del pasamontañas no había dicho nada en todo el tiempo que llevaba el robo, hasta que me preguntó si le podía regalar el arpón con el que los había apuntado, y le respondí que él ya lo tenía, pero que la verdad era que no quería regalárselo porque había viajado mucho solo para bucear en Ecuador. Increíblemente me lo devolvió. Me detuve para guardarlo en la bolsa, desconfiando muchísimo de tanta amabilidad.
Unos minutos después, el silencioso me devolvía el canguro en el que yo guardaba un cuchillo muy grande. Le pregunté si sabía lo que estaba haciendo, porque el cuchillo continuaba adentro, y él me respondió que sí. Tanta confianza me dio aún más miedo. ¿Me estaba armando para sentir menos culpa a la hora de dispararnos? Caminamos aproximadamente dos kilómetros cuando el de la media nos detuvo a todos y le sacó los relojes a las chicas, un reproductor de CD a Flaca, una cámara a Mayor y no alcancé a ver qué ocurría con los húngaros. La plata fue lo primero que agarraron.
El de la media nos forzó a todos a entrar por una trocha muy angosta que se desviaba del camino, nos tuvimos que agachar y caminar unos 30 metros para poder seguirlo hasta un pequeño descampado metido en una parte muy tupida del bosque. Menor preguntó “¿por qué estamos aquí?”, el de la media le preguntó al del pasamontañas si había escuchado el disparo y el silencioso movió la cabeza diciendo que sí. Ninguno de nosotros había escuchado nada pero los dos se pusieron muy nerviosos, “nos tenemos que quedar aquí hasta que salgan los guardias”. Eran las 2 de la tarde y eso ocurriría a las 5:30.
Luego de la primera hora de espera ya todos hablábamos, los húngaros hablaban en inglés con Mayor y entre nosotros hacíamos comentarios para la ocasión entre risas nerviosas. El de la media agarró confianza, se le veía aterrador con la nariz achatada por la presión del nylon, y se le alcanzaba translucir un lunar muy grande en el lado derecho del rostro. El del pasamontañas había guardado más distancia y esperaba en la entrada del pequeño descampado. Sólo se le veían los ojos, y cualquier ojo detrás de un pasamontañas es espantoso.
Una hora después continuaba el mismo orden, pero esta vez el de la media hablaba con Mayor. No le hablaba, la hostigaba. Le preguntaba si quería quedarse en Ecuador, “yo te voy a cuidar mamita, te hago tu casita y te quedas conmigo”. Y se reía solo. La tensión tomó la frágil calma que habíamos logrado conseguir: JJ distendía la situación comentando cualquier cosa, Menor respiraba con dificultad, “tengo taquicardia, hay que salir de aquí”, decía tímidamente. Yo no soportaba ver al de la media agitando la lengua que se traslucía en el nylon, luego de decirle a Mayor “qué rica estás mamita”. Yo no iba a soportar ver una violación, así que dispuse imaginariamente todas las opciones para emprender un ataque.
Tenía el cuchillo grande en el canguro, el del pasamontañas a la izquierda cerca de mí y al de la media a la derecha, lejos de mi alcance. Recordé que tenía el cuchillo de buceo en la bolsa de pesca que estaba muy cerca al húngaro. El colorado me vio a los ojos y reconoció el plan, siguió mi mirada y alcanzó a ver el cuchillo dentro de la bolsa de red. El de la media seguía incomodando a Mayor y Menor respiraba cada vez más rápido repitiendo muy bajito que tenía taquicardia. JJ seguía haciendo comentarios cada vez más fuera de contexto y de pronto, milagrosamente uno de ellos se enganchó a hablar. El de la cara aplastada. No entendía que hablaban, y me di cuenta que JJ había hecho una jugada mucho más inteligente que la que yo tenía planeada.
Las cosas regresaron a la calma rápidamente, pero esta vez todos reconocimos que el mejor acto de rebelión contra nuestros captores era hacerles saber que nuestras vidas valían tanto como las de ellos. No tardamos mucho en sentirnos cómplices del atraco, ellos dejaron de ser los agresores y hablamos durante una hora más. Ya eran más de las 4 cuando el silencioso se sacó el pasamontañas y dijo muy nervioso que él no servía para esta vida, que no era un ladrón y, sacando el dinero que tenía guardado en los bolsillos nos lo devolvió.
Después de este inesperado acto de conmiseración, digno de la peor película de navidad gringa, llegaron respuestas de nuestras parte aún más delirantes “no brother, estás loco, mira por todo lo que has pasado para conseguir eso”, “ además es poco dinero, quédatelo” decía JJ, “sí, ¿cómo se te ocurre? Esa plata es tuya” decía Menor. Se interrumpían y agolpaban los comentarios en el mismo sentido, y el silencioso insistía en el intento de devolvernos las cosas; además, agregó “ustedes nos tienen que ayudar a salir de aquí”. “Pero claro de eso no hay duda, estamos todos en la misma”…En fin, vivíamos el más intenso de los síndromes de Estocolmo en Machalilla, ni Patricia Hearst con el Ejército Simbionés de Liberación.
El de la media en la cara, también se la sacó. Con la voz ya no tan nasal pedía lo mismo: “ustedes nos tienen que ayudar a salir”. Nosotros no parábamos de darles confianza y de tranquilizarlos. “Hay que salir”, repitió, e hizo un plan que consistía en pasar por la puerta principal haciéndose pasar por novio de Mayor. Ella estuvo encantada de hacerlo. Pero yo les propuse que mejor lo hacíamos por el sendero que eludía a los guardias forestales, los ladrones no lo conocían pero confiaron en mí. Los húngaros no entendían nada pero también se unieron a este ánimo de reconciliación que parecía organizado por la más experimentada monja de retiros espirituales. Todo lo que alcanzaba a reclamar el húngaro era sus pasaportes. El silencioso se los entregó junto al dinero.
Apenas salimos del pequeño descampado el silencioso me entregó su arma, yo lo miré extrañado y él insistió, no toqué el revolver y dejé que lo ponga dentro del canguro junto al cuchillo, me dio la mano y se disculpó dándome su nombre. “Yo también soy buzo y vivo en Puerto Cayo”, me dijo. Me pidió ser amigos y me invitó a bucear a las mejores bajas de la playa en la que vivía. Le dije con toda certeza que iríamos.
Salimos a la carretera y llegamos al bar que abre al pueblo de Machalilla. Había dos uniformados armados, tomando cervezas junto a quien atendía el bar. Todos teníamos mucha sed y Mayor y yo muchas ganas de orinar. Esperé en la puerta del único baño y cuando ella salió me entregó el otro revolver. Mi canguro pesaba muchísimo cuando pasé junto a los uniformados para pedir una botella de agua. En ese momento vi que la mesa en la que nuestro grupo se había sentado estaba llena de cervezas. El húngaro estaba parado y sostenía un vaso sin entender nada, Mayor le explicaba algo que era imposible de concebir.
Después de la segunda ronda de cervezas todos estábamos eufóricos. JJ se reía a carcajadas con el del lunar, y la conversación era extremadamente surrealista. Yo llegué a preguntarle al silencioso qué sintió cuando me vio con el arpón, y me respondió que tuvo ganas de salir corriendo, pero el del lunar riéndose dijo inmediatamente “no, yo sí te iba a disparar”. Hizo un pequeño silencio y continuó... “pero en la pierna”. Cuando terminó de decir ésto todos estábamos en el suelo de la risa, incluso los húngaros y agregó “si alguno de ustedes era Italiano lo cagaba a balazos… a esos sí los odio”.
Terminamos de hablar antes del anochecer, los húngaros se despidieron y tomaron el bus que paró en la puerta del bar, ellos se iban en otra dirección. Nosotros, y este nosotros incluía al silencioso y al del lunar, teníamos que tomar el mismo bus de regreso. El silencioso bajó antes de llegar a Puerto López. Nos despedimos confirmando que en dos días nos veríamos nuevamente en Puerto Cayo. El del lunar bajó en Puerto López y me preguntó por las armas. El no sabía que yo las tenía, pero ya habíamos acordado con JJ en entregárselas para evitarnos problemas. Unos minutos antes las había metido en una bolsa negra, no sin antes sacarles las balas. No lo hicimos creyendo que solucionábamos algo con hacerlo, sino más bien estábamos recolectando evidencias para poder contarle mejor la historia a Vito y sus hijos, después de todo nosotros no teníamos a Genoveva y este cuento estaba mejor que el del mero.
Dos días más tarde fuimos a Puerto Cayo, 60 kilómetros al norte de Montañita, con la ilusión de encontrar al silencioso para bucear. El lugar estaba desierto, pasamos dos horas sin encontrar a nadie hasta que apareció una camioneta con el logotipo de la Unión Europea en la puerta. Se detuvo y un español desde dentro nos preguntó a quién buscábamos. Le dijimos que no importaba, que ya nos íbamos porque era tarde. Insistió y preguntó para dónde íbamos, le respondimos que para Montañita y él se ofreció a llevarnos hasta Salango, un puerto que queda en la misma dirección.
El español trabajaba en una ONG que destinaba fondos para el apoyo al turismo. Luego de hablar un rato con él, le contamos la historia. Nosotros no mencionamos ninguna seña que pudiese identificar a alguno de nuestros captores. Después de escucharnos, justo antes de llegar a Salango, el español hizo la descripción de un ladrón que coincidía perfectamente con la de nuestro lunarejo. Nosotros no hicimos gesto alguno que pudiese delatar que conocíamos al personaje. Justo antes de bajar de la camioneta agregó, “suerte que ese tipo no los asaltó a ustedes, porque ese sí que es peligroso, ha violado a varias mujeres en Machalilla y lo estamos buscando desde hace un año”.
Nos detuvimos en la oficina de migraciones peruana, en la frontera norte. El chofer del colectivo, un piurano de no más de cincuenta años, nos confirmó que nos esperaría mientras hacíamos el trámite. Juan Javier y yo habíamos tomado el colectivo en Piura, era un Mercedes dorado muy bien preservado con motor diesel. El viaje de más de trescientos kilómetros nos costaría treinta soles a cada uno. Aceptamos de inmediato. Quedarnos implicaba esperar dos horas hasta el próximo ómnibus, y el calor de las ocho de la mañana en Piura es duro, tan duro como el del mediodía.
Me sentía excéntrico sentado en ese Mercedes. Imaginaba como todos esos cromos relucientes y el dorado recién pintado reflejaban la luz del sol en medio del desierto. Fantasié con tener algún grado de propiedad sobre el auto, ser el hijo engreído de la familia terrateniente a la que le habían expropiado las tierras y a la que sólo le queda el auto y el fiel chofer.
La imagen no había sido muy difícil de construir. Esa historia la había venido escuchando varias veces la semana anterior en Colán, el balneario piurano detenido en el tiempo, y en el que aún veranean algunas familias terratenientes expropiadas el año 69 por el gobierno militar, que con orgullo siguen contándote como el papá o el abuelo llegaba en avioneta a pasar el día en la playa.
Aturdidos por el calor, la mañana había pasado sin diálogos. Veía pasar las líneas de la carretera hipnotizado por el ritmo al que nos deslizábamos sobre ellas. No necesitaba más evidencias para darme cuenta que ya me había entregado al goce absoluto del viaje. Juan Javier (a quien llamamos en confianza JJ) y yo guardamos una desmedida afición por la caza submarina. Nos conocimos hace diez años buceando en Máncora, cuando éste aún era un pueblo silencioso y el mar peruano tenía pesca. La aridez de nuestro mar nos fue empujando cada vez más al norte, en busca de mejores presas. Este, como los tres viajes anteriores, sería una versión proletaria de un safari subacuático en el Ecuador.
El policía de la oficina de migraciones en el Perú me pidió el DNI para chequear mí situación legal en la computadora. Inmediatamente le entregué mi libreta electoral de tres cuerpos. La miró como se mira a un insecto e intentó sacarle la mica en la que estaba guardada desde hace ya 8 años. Usó la uña larga del meñique para jalarla. Yo sabía lo que se venía, así que antes de que alcance a decirme nada le recordé que era un documento vigente y así lo confirmaba un poster que estaba pegado en la pared de la oficina, pero insistió en el intento y alcanzó a sacarla. Me miró un segundo con sonrisa de medio lado, antes de mostrársela a otro policía que estaba sentado frente a una máquina de escribir. ¿Qué hacemos?, le dijo el de la uña larga. “Tendrá que dejar algo para el almuerzo”, respondió el de la máquina de escribir.
Estaba feliz de salir del Perú: el caos, el mal olor y el calor de Huaquillas me aliviaron, estaba más cerca de donde quería. El mar era el destino y nada nos podía malograr la fiesta. Teníamos las horas justas para alcanzar el último ómnibus que salía del terminal terrestre de Guayaquil hacia la costa. El itinerario del viaje ya era una rutina: Huaquillas, Guayaquil, Libertad, Montañitas, 700 kilómetros más. A pesar del aparente caos y de lo inseguro que parece todo, las cosas están controladas, nunca nos han robado nada. En el ómnibus viaja siempre un oficial, imagino que debe ser un policía y aunque parezca extraño éste sí da algo de seguridad.
Las caras en la costa del Ecuador no son muy distintas a las nuestras pero puedo llegar a establecer dos grandes patrones, el primero es el de pelito a lo Puma Carranza, corto arriba y largo atrás, lentes oscuros sobre la cabeza y zapatillas de caña alta, la versión limeña del choro que se arregla para ir al talk show, pero con mirada ingenua. El segundo patrón es el de bigotito a lo Pedro Infante, con corte de pelo estilo alemán y la misma cara que la cerámica Valdivia ya retrataba hace más de 4 mil años en la zona.
Once de la noche en Guayaquil y en el terminal terrestre estaba por salir el último ómnibus a Playas. Ese era el nuestro, sólo 250 kilómetros. El peso del equipo de buceo todavía no incomodaba, la ilusión de la llegada nos impedía sentir los 8 kilos de plomo que cada uno cargaba a la cintura, tampoco nos incomodaba mucho la larga funda los arpones ni el maletín extra para el resto del equipo. Ya tendríamos tiempo de lamentar el peso al regreso. Lo que sí resulta insoportable en los micros ecuatorianos es la música, todos tienen cuatro parlantes gigantes por lado, con el nivel de agudos puesto al tope y el volumen muy alto reproduciendo las versiones remix de todas las imitadoras de Rosi War.
AMIGOS DEL DIABLO
En Montañita teníamos donde quedarnos, en el 2000 había conocido al hombre más querido y temido del pueblo, el “loco Vito”, como le decían los que lo conocían, o“Vito el diablito”, como él se presenta. Un drogadicto y alcohólico, apasionado deportista submarino, padre de los cuatro hijos más saludables y mejor criados de la zona, marido de la sufrida e inteligente profesora Genoveva y desde ese año, mi hermano ecuatoriano.
Vito, un flaco desdentado y colorado, de edad imposible de determinar, es la encarnación de muchas de las contradicciones humanas: un noble ex buzo profesional, adicto al crack, infiel y amante esposo; el más peligroso, leal y violento enemigo; respetuoso amigo, cuidadoso padre y dueño del pedazo más bonito de la playa al que ha nombrado “Cabañas Vito”.
La casa la construyó con sus propias manos a finales de los 70's. Las cabañas de los huéspedes las fue construyendo de a pocos, a medida que el pueblo se convirtió en paradero obligatorio de los surfers europeos y gringos que encontraban referencias en Lonely Planet. Los latinoamericanos fuimos llegando en la última década, chilenos, argentinos, peruanos y colombianos caímos motivados por la increíble devaluación ecuatoriana que nos permitía meternos las más grandes de nuestras trancas a cambio de un billete de 5 dólares.
A las tres de la mañana del viernes 29 de julio del 2002 llegamos al destino. Vito estaba despierto pero no borracho, “¡los estaba esperando desde ayer!” gritó entre risas desde la ventana de su cuarto al vernos llegar por la carretera. Todo lo dice gritando. Genoveva feliz de vernos le decía a Vito: “ahora si te quiero ver, mañana te llevan a bucear”. Nuestra llegada era el fin de la farra para Vito. No más aguardiente ni crack por un par de semanas, el buceo y la competencia que se creaba entre nosotros le reducía el síndrome de abstinencia por algún tiempo, por lo menos así había ocurrido las veces anteriores. Creo que por eso nos quiere tanto.
“¿Todo eso es tuyo, mamita?”, fue lo primero que escuchamos en la mañana. Vito se había despertado y ya molestaba a tres peruanas que se quedaban en la cabaña más cercana a la playa. El mar estaba movido y el cuerpo sufría las consecuencias del viaje. En esas condiciones era imposible bucear, así que pasaríamos el día como veraneantes abstemios, cuidando el físico y acumulando un poco más de ansias antes de entrar al mar.
JJ ya estaba sentado en la terraza de nuestra cabaña y acariciaba a la perra de la familia, Cucha, una pit bull vieja que acababa de parir. Le pregunté por el Jetas, un bóxer con el mismo temperamento de Vito, y me respondió que todavía no lo había visto. Durante el desayuno nos enteraríamos que el desventurado perro había decidido enfrentarse a un toro y que murió de una cornada.
La mañana trajo más historias. Vito las contaba, los hijos representaban las escenas y Genoveva confirmaba y certificaba como notario lo que para nosotros sonaba a delirio. “¡Papá, cuenta la del mero!” decía Síam, el mayor de los hijos de más de 80 kilos y menos de 15 años. “Sí, la del mero”, repetían Mimi de 12 años y Cristina de 6. “Israel, bájame el cuchillo y la zapatilla” le dijo Vito al segundo hijo. Israel corrió al segundo piso y bajó una navaja partida y una zapatilla rota. Vito empezó una apasionada narración que venía más o menos así. El estaba caminando por la playa borrachísimo, ya estaba por llegar a su casa cuando vio que en la orilla algo se movía, pensó que era un tiburón que se había quedado atracado en la marea baja y se acercó con la navaja en la mano. Cuando ya lo tenía cerca se dio cuenta que era un mero (el pez más buscado por los buzos), "un guato" como le dicen los ecuatorianos. Saltó a pegarle una patada y el pie se le quedó atracado en la agalla, pero antes de caer alcanzó a clavar el cuchillo en la cabeza del animal. JJ y yo no parábamos de reír. “¿Qué, no me creen?”, y miró a su mujer, “¿Genoveva, es verdad?” y ella contaba su versión, “sí pues, yo escuchaba a éste que gritaba desde la playa ¡un guato!¡ un guato! Y yo pensaba que ahora sí lo tenía que internar, pero se apareció todo mojado y borracho cargando al hombro un tremendo animal de 50 libras”.
Todo es así en esa casa, las historias, las arañas que se pasean por la sala y que no te dejan matar porque “son amigas de la familia”, el afecto que se demuestran entre ellos y el cariño con el que nos tratan a nosotros.
LOS ADVENEDIZOS DEL PARAISO
Esa tarde conocimos a las peruanas de la cabaña del frente, las del “todo eso es tuyo, mamita”. Vito se encargó de presentarlas. Ellas ya tenían una semana en Montañita y habían escuchado hablar de la reserva de Machalilla, que queda por ahí, y querían conocerla. Genoveva intervino y dijo “Gabriel, pero tú has ido varias veces a Machalilla, ¿Por qué no las acompañas?”. Me sentí como el tonto sin pareja en fiesta de promoción, al que la tía le chanta a la sobrina gorda para ir a bailar.
Como saben bien, es imposible eludir esos compromisos, así que JJ le vio el lado amable y escogió inmediatamente cuál de las chicas podía cargar la correa de plomos durante los más de tres kilómetros que tendríamos que caminar entre el pueblo de Machalilla, donde nos dejaba el bus, y la reserva. No recuerdo el nombre de ninguna de las chicas así que desde ahora para identificarlas serán la Flaca, una rubia no muy entretenida, y las hermanas Mayor y Menor, dos morochas pulposas con algunas curvas un tanto más que sinuosas.
Al día siguiente, temprano, estábamos 50 kilómetros al norte de Montañita, en Machalilla, un pueblo no muy bonito frente a una de las playas más hermosas que uno puede llegar a conocer “¡Baja, baja en la reserva”, le dije al chofer, “no, aquí no, un poquito más allá” agregué cuando el bus se detuvo frente a la puerta principal y recordé que había escuchado que la entrada costaba para los extranjeros 10 dólares y eso era mucho. Si juntábamos todo el dinero que teníamos llegábamos a 45 dólares. Así, justificamos el delito rapidísimo, todo muy peruano, nadie estaba de acuerdo en pagar. Entraríamos por una trocha que eludía a los guardias forestales, quedaba a unos 200 metros de la entrada principal y que ya la había usado varias veces en los viajes anteriores.
Antes de bajar del bus el cobrador, reconociendo lo que estábamos por hacer, me miró con complicidad. Me dio el vuelto del pasaje, sacando una moneda de 50 centavos de dólar ecuatoriano de la oreja. No era un acto de magia. Ya había visto a muchos vendedores ambulantes y cobradores guardar monedas dentro de las orejas. Yo había jurado en el fuero más intimo no tocar jamás una moneda tan calentita y grasosa, pero la mirada de complicidad delictiva con la que me la entregó me hizo imposible rechazarla. Ya era uno de ellos.
Yo encabezada la caminata, me sentía un cuatrero adentrándose en el último bosque tropical seco de la costa del Pacífico. El camino es precioso, una trocha angosta rodeada de vegetación de lo más exótica y tupida, aunque de vez en cuando te permite ver el mar y la pequeña isla Sucre, un desprendimiento de las islas Galápagos muy cercano a tierra. La Mayor ya sufría por el peso de los plomos de JJ.
Llegamos a la playa algo cansados, sin embargo, nadie se atrevió a quejarse después de ver tanta belleza. El mar estaba cristalino y muy tranquilo, las olas llegaban suavemente a la arena blanca, sin hacer ruido. Es de esas playas que sólo se pueden comparar con el paraíso y en las que no te sorprendería encontrarte con Adán o Eva discutiendo por el fruto prohibido.
Entré rápidamente a lo que había venido, a bucear. El mar estaba caliente así que me metí sin traje, cargando sólo un arpón chico. No hay nada más feo para un buzo que pasar mucho tiempo sin ver peces, empiezan a venirte a la mente todas las imágenes de ataques de tiburón que has visto en el Discovery Channel, acompañadas desde luego, retumbando en la cabeza, la música de Tiburón, la película la Steven Spielberg.
Me arrepentí de entrar al mar sin traje, sentía el cuerpo tan expuesto a la mordida imaginaria que prefería deshidratarme antes que pasar el miedo que venía pasando. Ya había decidido salir del agua, cuando apareció un cardumen de jureles todos de más de 10 kilos. Pasaron muy rápido detrás de un bolo de mumullo (un grupo de peces muy pequeños parecidos a nuestra anchoveta). No alcancé a disparar porque dudé escogiendo al más grande. Tuve suerte de no perder el disparo porque inmediatamente después apareció, iluminando el fondo, un grupo de pargos rojos, una presa mucho más interesante de pescar que un jurel. Ahora sí, no esperé mucho y disparé al primero que me dio tiro. El pez peleaba ensartado en la varilla del arpón hasta que finalmente logré matarlo. Salí del mar pocos minutos después, porque nuevamente los peces habían desaparecido y el tiburón imaginario olía la sangre del pez muerto que yo tenia pegado al cuerpo. Volvía a sonar la música. JJ no llegó a entrar al agua.
Al salir del mar, sólo quedábamos en la playa, además de nosotros 5, una pareja de turistas. El hombre se acercó a preguntarme qué pescado era, hablaba un inglés tan malo como el mío. Yo le respondí e inmediatamente le pregunté “¿de dónde eres?” Me dijo que de Hungría. Me resultaba difícil entender cómo alguien podía verse tan colorado, estaba más rojo que el pargo. Limitados por el choque cultural no dijimos más y se fue. Recogió a la mujer que lo acompañaba y entraron al bosque por una trocha distinta a la que nosotros habíamos usado para llegar.
Cuando estaba a punto de terminar de meter el arpón en la bolsa de buceó, salio del bosque el húngaro rojo gritando como una bestia a punto de morir. JJ me miró tan asustado como ya lo estaba yo. "¡¿Qué pasa?!" , preguntábamos gritando al pobre hombre que sólo atinaba a mover las manos con una euforia incontrolable. Lograba señalar el camino, pero sólo era capaz de emitir unos espantosos aullidos. Nos separaban de él 50 metros, y no veíamos salir a la mujer al descampado de la playa. Inmediatamente me pasó por la cabeza el abanico más amplio de animales feroces. Lobos, pumas, leones, dragones de Comodo, el bestiario era tan amplio como el del más oscurantista cura de la Edad Media. Yo le gritaba a JJ que cargue su arpón, pero él ya corría para ayudar al húngaro. Tenía el mío en la mano y logré cargarlo.
En esos cincuenta metros tuve tiempo de imaginar lo más lógico. En ese lugar habitaban pumas, así que era un puma el que tenía en sus fauces a la pequeña húngara. ¿Adónde tendría que dispararle al animal para que suelte a la mujer?, ¿cómo tendría que hacerlo para que no embista contra mí, herido y más feroz? El húngaro seguía gritando. Todas las imágenes se detuvieron al entrar al sendero. Desde la parte alta de un pequeño montículo, un hombre con la cara cubierta por un pasamontañas nos apuntaba con una pistola, y desde el camino bajaba otro con una media de nylon en el rostro, y un arma apuntando a la cabeza de la húngara.
Fue un alivio saber que se trataba de gente y no de un puma. El cerebro aún andaba por su lado y disparaba posibilidades, así que por un segundo tuve la certeza que eran las FARC lo que tenía enfrente, y que esperaba un escuadrón entero detrás de los encapuchados. Por ese entonces los peruanos y ecuatorianos vivíamos con paranoia las consecuencias del Plan Colombia. El húngaro seguía gritando y yo tenía ganas de enmudecerlo, la pequeña mujer estaba a punto del desmayo. Apunté con el arpón al de la media y le pedí que la suelte, él lo hizo inmediatamente y tan rápido como ocurrió, yo deje caer el arpón en la arena que en ese momento ya no importaba que fuese blanca.
No salía más gente por el sendero, así que era obvio que se trataba de un robo. Nunca antes me habían asaltado, pero he escuchado tantas historias sobre atracos que uno casi tiene grabado un procedimiento para actuar en esos casos, así que intenté hacer lo que siempre he escuchado que se debe hacer. Los tranquilicé y les pedí que se lleven todo rápido. “Calla concha tu madre y baja las manos que acá mando yo” dijo el de la media, “baja las manos carajo”, le repitió al húngaro, “este maricón como grita carajo”.
Las hermanas Mayor y Menor intentaban la huida, se las veía graciosas corriendo por la playa con tanta torpeza. La Flaca, que se había quedado inmóvil les gritó que se detengan, ellas lo hicieron y regresaron con la cabeza gacha los metros que habían conseguido correr. La escena era patética, pero lo fue aún más cuando los enmascarados recogieron las cosas y en vez de marcharse con ellas, nos exigieron que caminemos. Nos guiaban por la trocha por la que habíamos llegado y caminábamos en fila india. Ellos estaban al final de la cola. Nuestro grupo lo encabezaba la pareja de húngaros, los seguían Menor, Mayor y Flaca, JJ y yo nos turnábamos tácitamente el final del grupo. Ambos creíamos poder ser la primera víctima del tiro en la nuca y jugábamos una especie de ruleta rusa que le diese la oportunidad al otro de salir corriendo.
El primer acuerdo que tomamos los peruanos fue decir que éramos chilenos, la idea fue de JJ que había imaginado que alguno de los captores podía haber luchado en el conflicto del Cenepa o que podían tener algún familiar muerto en ese enfrentamiento, no queríamos tener ninguna clase de enemistad preexistente con los encapuchados. La pregunta la había hecho el de la media. El del pasamontañas no había dicho nada en todo el tiempo que llevaba el robo, hasta que me preguntó si le podía regalar el arpón con el que los había apuntado, y le respondí que él ya lo tenía, pero que la verdad era que no quería regalárselo porque había viajado mucho solo para bucear en Ecuador. Increíblemente me lo devolvió. Me detuve para guardarlo en la bolsa, desconfiando muchísimo de tanta amabilidad.
Unos minutos después, el silencioso me devolvía el canguro en el que yo guardaba un cuchillo muy grande. Le pregunté si sabía lo que estaba haciendo, porque el cuchillo continuaba adentro, y él me respondió que sí. Tanta confianza me dio aún más miedo. ¿Me estaba armando para sentir menos culpa a la hora de dispararnos? Caminamos aproximadamente dos kilómetros cuando el de la media nos detuvo a todos y le sacó los relojes a las chicas, un reproductor de CD a Flaca, una cámara a Mayor y no alcancé a ver qué ocurría con los húngaros. La plata fue lo primero que agarraron.
El de la media nos forzó a todos a entrar por una trocha muy angosta que se desviaba del camino, nos tuvimos que agachar y caminar unos 30 metros para poder seguirlo hasta un pequeño descampado metido en una parte muy tupida del bosque. Menor preguntó “¿por qué estamos aquí?”, el de la media le preguntó al del pasamontañas si había escuchado el disparo y el silencioso movió la cabeza diciendo que sí. Ninguno de nosotros había escuchado nada pero los dos se pusieron muy nerviosos, “nos tenemos que quedar aquí hasta que salgan los guardias”. Eran las 2 de la tarde y eso ocurriría a las 5:30.
Luego de la primera hora de espera ya todos hablábamos, los húngaros hablaban en inglés con Mayor y entre nosotros hacíamos comentarios para la ocasión entre risas nerviosas. El de la media agarró confianza, se le veía aterrador con la nariz achatada por la presión del nylon, y se le alcanzaba translucir un lunar muy grande en el lado derecho del rostro. El del pasamontañas había guardado más distancia y esperaba en la entrada del pequeño descampado. Sólo se le veían los ojos, y cualquier ojo detrás de un pasamontañas es espantoso.
Una hora después continuaba el mismo orden, pero esta vez el de la media hablaba con Mayor. No le hablaba, la hostigaba. Le preguntaba si quería quedarse en Ecuador, “yo te voy a cuidar mamita, te hago tu casita y te quedas conmigo”. Y se reía solo. La tensión tomó la frágil calma que habíamos logrado conseguir: JJ distendía la situación comentando cualquier cosa, Menor respiraba con dificultad, “tengo taquicardia, hay que salir de aquí”, decía tímidamente. Yo no soportaba ver al de la media agitando la lengua que se traslucía en el nylon, luego de decirle a Mayor “qué rica estás mamita”. Yo no iba a soportar ver una violación, así que dispuse imaginariamente todas las opciones para emprender un ataque.
Tenía el cuchillo grande en el canguro, el del pasamontañas a la izquierda cerca de mí y al de la media a la derecha, lejos de mi alcance. Recordé que tenía el cuchillo de buceo en la bolsa de pesca que estaba muy cerca al húngaro. El colorado me vio a los ojos y reconoció el plan, siguió mi mirada y alcanzó a ver el cuchillo dentro de la bolsa de red. El de la media seguía incomodando a Mayor y Menor respiraba cada vez más rápido repitiendo muy bajito que tenía taquicardia. JJ seguía haciendo comentarios cada vez más fuera de contexto y de pronto, milagrosamente uno de ellos se enganchó a hablar. El de la cara aplastada. No entendía que hablaban, y me di cuenta que JJ había hecho una jugada mucho más inteligente que la que yo tenía planeada.
Las cosas regresaron a la calma rápidamente, pero esta vez todos reconocimos que el mejor acto de rebelión contra nuestros captores era hacerles saber que nuestras vidas valían tanto como las de ellos. No tardamos mucho en sentirnos cómplices del atraco, ellos dejaron de ser los agresores y hablamos durante una hora más. Ya eran más de las 4 cuando el silencioso se sacó el pasamontañas y dijo muy nervioso que él no servía para esta vida, que no era un ladrón y, sacando el dinero que tenía guardado en los bolsillos nos lo devolvió.
Después de este inesperado acto de conmiseración, digno de la peor película de navidad gringa, llegaron respuestas de nuestras parte aún más delirantes “no brother, estás loco, mira por todo lo que has pasado para conseguir eso”, “ además es poco dinero, quédatelo” decía JJ, “sí, ¿cómo se te ocurre? Esa plata es tuya” decía Menor. Se interrumpían y agolpaban los comentarios en el mismo sentido, y el silencioso insistía en el intento de devolvernos las cosas; además, agregó “ustedes nos tienen que ayudar a salir de aquí”. “Pero claro de eso no hay duda, estamos todos en la misma”…En fin, vivíamos el más intenso de los síndromes de Estocolmo en Machalilla, ni Patricia Hearst con el Ejército Simbionés de Liberación.
El de la media en la cara, también se la sacó. Con la voz ya no tan nasal pedía lo mismo: “ustedes nos tienen que ayudar a salir”. Nosotros no parábamos de darles confianza y de tranquilizarlos. “Hay que salir”, repitió, e hizo un plan que consistía en pasar por la puerta principal haciéndose pasar por novio de Mayor. Ella estuvo encantada de hacerlo. Pero yo les propuse que mejor lo hacíamos por el sendero que eludía a los guardias forestales, los ladrones no lo conocían pero confiaron en mí. Los húngaros no entendían nada pero también se unieron a este ánimo de reconciliación que parecía organizado por la más experimentada monja de retiros espirituales. Todo lo que alcanzaba a reclamar el húngaro era sus pasaportes. El silencioso se los entregó junto al dinero.
Apenas salimos del pequeño descampado el silencioso me entregó su arma, yo lo miré extrañado y él insistió, no toqué el revolver y dejé que lo ponga dentro del canguro junto al cuchillo, me dio la mano y se disculpó dándome su nombre. “Yo también soy buzo y vivo en Puerto Cayo”, me dijo. Me pidió ser amigos y me invitó a bucear a las mejores bajas de la playa en la que vivía. Le dije con toda certeza que iríamos.
Salimos a la carretera y llegamos al bar que abre al pueblo de Machalilla. Había dos uniformados armados, tomando cervezas junto a quien atendía el bar. Todos teníamos mucha sed y Mayor y yo muchas ganas de orinar. Esperé en la puerta del único baño y cuando ella salió me entregó el otro revolver. Mi canguro pesaba muchísimo cuando pasé junto a los uniformados para pedir una botella de agua. En ese momento vi que la mesa en la que nuestro grupo se había sentado estaba llena de cervezas. El húngaro estaba parado y sostenía un vaso sin entender nada, Mayor le explicaba algo que era imposible de concebir.
Después de la segunda ronda de cervezas todos estábamos eufóricos. JJ se reía a carcajadas con el del lunar, y la conversación era extremadamente surrealista. Yo llegué a preguntarle al silencioso qué sintió cuando me vio con el arpón, y me respondió que tuvo ganas de salir corriendo, pero el del lunar riéndose dijo inmediatamente “no, yo sí te iba a disparar”. Hizo un pequeño silencio y continuó... “pero en la pierna”. Cuando terminó de decir ésto todos estábamos en el suelo de la risa, incluso los húngaros y agregó “si alguno de ustedes era Italiano lo cagaba a balazos… a esos sí los odio”.
Terminamos de hablar antes del anochecer, los húngaros se despidieron y tomaron el bus que paró en la puerta del bar, ellos se iban en otra dirección. Nosotros, y este nosotros incluía al silencioso y al del lunar, teníamos que tomar el mismo bus de regreso. El silencioso bajó antes de llegar a Puerto López. Nos despedimos confirmando que en dos días nos veríamos nuevamente en Puerto Cayo. El del lunar bajó en Puerto López y me preguntó por las armas. El no sabía que yo las tenía, pero ya habíamos acordado con JJ en entregárselas para evitarnos problemas. Unos minutos antes las había metido en una bolsa negra, no sin antes sacarles las balas. No lo hicimos creyendo que solucionábamos algo con hacerlo, sino más bien estábamos recolectando evidencias para poder contarle mejor la historia a Vito y sus hijos, después de todo nosotros no teníamos a Genoveva y este cuento estaba mejor que el del mero.
Dos días más tarde fuimos a Puerto Cayo, 60 kilómetros al norte de Montañita, con la ilusión de encontrar al silencioso para bucear. El lugar estaba desierto, pasamos dos horas sin encontrar a nadie hasta que apareció una camioneta con el logotipo de la Unión Europea en la puerta. Se detuvo y un español desde dentro nos preguntó a quién buscábamos. Le dijimos que no importaba, que ya nos íbamos porque era tarde. Insistió y preguntó para dónde íbamos, le respondimos que para Montañita y él se ofreció a llevarnos hasta Salango, un puerto que queda en la misma dirección.
El español trabajaba en una ONG que destinaba fondos para el apoyo al turismo. Luego de hablar un rato con él, le contamos la historia. Nosotros no mencionamos ninguna seña que pudiese identificar a alguno de nuestros captores. Después de escucharnos, justo antes de llegar a Salango, el español hizo la descripción de un ladrón que coincidía perfectamente con la de nuestro lunarejo. Nosotros no hicimos gesto alguno que pudiese delatar que conocíamos al personaje. Justo antes de bajar de la camioneta agregó, “suerte que ese tipo no los asaltó a ustedes, porque ese sí que es peligroso, ha violado a varias mujeres en Machalilla y lo estamos buscando desde hace un año”.
3 comentarios:
lo que mas me ha gustado es que lo cuenta como si estuviera frente a mi, tomandonos unas chelitas, con mucha naturalidad. Muy bueno tu amigo Gabo.
Eso de "a mi me llega al Schubert el narcisismo" suena bien, bien narcisista, amigo Pablo. Por lo demas, concuerdo con tu tu post.
gran relato del viaje a perú. Ahora que saque pasajes a montañita voy a intentar hacer lo mismo y contar experiencias que se pueden vivir en ese tipo de países
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