sábado, 5 de marzo de 2011

Una capchicería más que importa

Hoy día en la combi venía leyendo un ensayo sobre Joyce, uno de Richard Ellman que se lee con placer. He vuelto a leer a Joyce con interés, y eso claro, me está llevando a leer otros libros colaterales dedicados a él. Pero he vuelto a sentir interés en Joyce al percibir en sus transiciones narrativas de "El Retrato del Artista Adolescente", cuando pasa de una situación a otra en la escuela de Clongowes, en su hogar de Dublín, algo tan refinadamente inconsciente en el momento de esos giros narrativos, tan delicadamente inconsciente, pienso, que despierta mi sincera admiración.

Sin embargo, no sé si al adentrarme en "Ulises" vaya a reprocharle una sensibilidad analógica para la construcción del relato, analógica a partir de su conocimiento de los mitos griegos y la vida contemporánea. Sé muy bien, por tanto, que en "Ulises" de Joyce no hay nada mítico en el sentido habitual (no es ninguna novedad el conocimiento desde los esbozos más sencillos sobre esta obra), o más bien es conocida por mi aún antes de su lectura, que el golpe fundamental de la estrategia narrativa reside en que todo ese juego mítico se manifiesta en una aplastante o divertida e irreverente referencia a la vida cotidiana, donde lo que ocurre en la cotidianeidad parodia el fundamento mítico de toda una civilización, una perspectiva sarcástica excesiva que cobra vuelo, para poner en claro, del todo claro, que el mundo, sus valores, sus irreprochables iniciativas, están suspendidos, ni más ni menos, que en el vacío.

Pero siempre hay algo que no me convence en los juegos analógicos de escritura en la actualidad, quizás porque en la brillante intensidad de las horas de horas en que hablaba con N. hace tanto tiempo, en la que yo sentía que cada microamperio de espacio de cerveza, humo y charla estaba "lleno de ser", de encanto, de alguna entrañable correlación literaria entre lo que ocurría y algún referente (podía decirle creyéndolo, por ejemplo, que como Kafka, si me siento incapaz de arrastrar conmigo mismo ya sería imposible lo de ambos), ya que creo que le di a las comparaciones literarias o culturales prerrogativas excesivas, porque además les otorgaba una consideracion tal que creía firmemente que podía reflexionar acerca de verdades profundas de mi propia vida a través de la literatura, y ahora no creo de ningún modo en tal cosa. Es más, creo que parte de mi descarrilamiento actual y pérdida completa de sensibilidad, proviene entre otras cosas y tiene como remanente, ese montón de analogías que hice entre vida y literatura, en las que creí y que ahora sólo constituyen residuos, desechos, escombros. Y considero una tontería sin límites, en realidad, cuando aparece un resabio de la antigua credulidad.

De otro lado, Pepe, uno de los indispensables del Kukuly (este es el restaurant en el que estoy a diario hace tantos años), se ha ido a trabajar a Ollantaytambo, y me he vuelto su corresponsal de lo que ocurre aquí, un corresponsal totalmente voluntario y fraudulento. Le he dicho, por ejemplo, que Adita chica se ha teñido el pelo violeta, porque necesitamos urgentemente todos aquí que se parezca más y más a Nathalie Portman (en realidad se lo va a teñir de azul, pero quién sabe cuándo), que Phuru ha perdido un nuevo diente -no ha perdido nada que no haya ya perdido-, que cada vez está más consistente el proyecto de poner una "capchicería" en Cusco, donde se servirían todos los platos de capchi habidos y por haber. Capchi de habas, capchi de zetas, capchi de y griegas, todos los capchis alfabéticos necesarios para una carta de restaurant "decente".

Y de otro lado, también ya le había dado la noticia esa que Juan Daniel ha señalado, que tendremos a Raya Martín, el cineasta filipino, hacia agosto o setiembre en el Kukuly (que con el tiempo va a ser tan famoso como Won Kor Wai), sirviéndose sus rayas de coca haciendo honor a su nombre, cuando fuéramos a dar vueltas en la a veces monótona e hiperbórea noche cusqueña. Hiperbórea, por todos los arbustos que la gente se suele rolear al pasar de la tarde a la noche, con unas mujeres de figura y cuerpo que pasman y que bailan suavemente entre los covers más repetitivos y torpes ("No woman, No cry"), y que traen a colación, paradójicamente, a pesar del más ramplón o nulo ejercicio de la innovación, una muy fresca e intacta lujuria que proviene unas veces de Australia, otras veces de Brasil, otras de Dinamarca y otras veces hasta de Trujillo y el Norte Chico. Extraña combinación del deslumbramiento físico inesperado y las peores porquerías sonoras y auditivas, las más impresentables, repetición andrajosa de formas musicales, y que crea una huevada indefinible que tampoco demasiada gracia hace.

Es decir, pasearíamos por los bares de Cusco con un cineasta "que está por volverse muy famoso", claro que al dialogar, estaríamos en contra de todas sus películas que, dicho sea de paso, no las hemos visto (pero se puede ver buena parte de sus imágenes, los trailers de sus películas, en you tube, como todo), sólo por joder y al hacerlo ser felices, que joder por las huevas también eventualmente es una de las formas de la felicidad, o también recordariamos a Pauline en esos ratos, nuestra amiga francesa y última moza parisina del Kukuly, que tiene un racismo muy extraño, porque rechaza a todas las personas de ojos celestes debido al peculiar motivo que ella los tiene verdes. Ha creado una imaginaria confrontación y una intolerancia selectiva entre estos dos colores de ojos, pues el resto de colores de ojos tienen su aprecio y cariño.

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