sábado, 17 de octubre de 2009

De cómo joder a un argentino sin que se de cuenta

Mi prima Fiorella dice que soy "el rey" en Buenos Aires, se lo dice a su mamá que llama por teléfono desde Chiclayo. Me reprocho que voy demasiado en taxi y hasta ahora no tengo idea orgánica de la ciudad. Me he entrevistado ya con muchos escritores argentinos y por suerte siempre ha habido buen humor y a fin de cuentas no puedo hacer entrevistas tipo editor, tarde o temprano viene a la conversación cualquier cosa que ingresa a mis pensamientos, por ejemplo Isaac Bashevis Singer, "ese genio amable de la Polonia de entreguerras", que vivía en Varsovia en el número 10 de la calle Krochmalna y el recuerdo de las fotografías de los cheder -las escuelas judías- y los patios de Varsovia que tanto me deleitan. En el número 4 vivía Shosha, rubiecita e imaginativa, vivía al fondo de ese pasadiso oscuro que ya no era recomendable recorrer cuando llegaba el atardecer. Me sorprendí de cuánto había extrañado a Bashevis con su rubia ternura y cuando el escritor volvió treinta años después, se encontró con la misma niña, que resultó siendo la hija pequeña de su amiga Shosha. 

También derivo como un loco que no sabe para donde va el tren de la conversación en los vestidos floridos de la bellísima mujer que tendía la ropa en el patio del frente, Galina Apolonovna, mujer de un militar ruso que había regresado de la guerra de Japón en 1905, y que una vez que había pogrom en los barrios judíos en Odesa, cuando un pequeño volvía de comprar palomas en el mercado, llena la cara de plumas de paloma, esta mujer le da un beso en la boca y le dice que se enconda en su casa, que estaban llevándose o maltratando a todos los judíos de la cuadra. Entonces, "me abrazó y me llevó por un pasillo con olor penetrante. Mi cabeza descansaba en la cadera de Galina; la cadera se movía y respiraba". Esto en el relato "El primer amor" de Isaak Babel.

En fin, en un café de Buenos Aires, comentaba ayer en el límite entre la estupidez y la verdadera percepción que el agua corría más fresca en las imágenes de Andrei Rubliev que en el resto de las películas de Andréi Tarkovski, y la gente me escuchaba, de Isak Dinesen y su cocinero Kaamante, que era muy cabezón, y que después se ganaba la vida escribiendo cartas de amor con una máquina de escribir en las calles de Nairobi, de Benia Krik el gángster judío y el cementerio de Odesa que tiene un hermoso colorido rosa, las carrozas en fila en un entierro y adornadas elegantemente de guirnaldas verdes y el viejo sentado en una losa, el viejo que es el verdadero narrador de esta historia lo contaba todo desde ahí, desde una losa del cementerio y todo esto sí rebullía de un gusto popular que me encandilaba. Que las judías de los pueblos de Ucrania inexorablemente tienen los senos prominentes y los traseros como negras. No tenía ni ilación mi conversación, pero parece que como yo era "el editor", podía llevar la conversación por los rincones que me diera la gana, y como es bien sabido que los argentinos tienen una idea bastante generosa de sus capacidades y de su país, me resultaba extremadamente divertido hablar de cualquier cosa que no fuera ni de la Argentina ni de los argentinos, y dejar de lado la palabra "yo" fuera de la conversación por unas buenas 2 a 3 horas. Patios de Varsovia.

0 comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]

<< Inicio