Compañeros de tratamiento
Tengo la impresión que está por empezar un nuevo período en mi vida. Como Daniel Johnston, ese loco gordo e inspirado, me viene esa sensación de empezar de nuevo como desde cero cero. Recordando lo que viví hace unos meses, quisiera haber sido entonces el que soy ahora, para vivir ese período con esta conciencia. Pero en cada momento, no somos más que lo que es posible en ese período. Este pensamiento tan sencillo y tan obvio, sin embargo, a veces nos puede entristecer si meses después nos encontramos más inspirados, respondiendo más directamente a los latidos de nuestro corazón y al fluir de nuestra sangre. Pero es menos posible hacer previsiones cuando tenemos un largo historial de caídas en el hoyo, de largos períodos de pérdida absoluta del yo bajo el cual vivimos en el pasado. Llegamos a creer que es mejor que nos olviden. Ahora voy a Cuzco.
Recuerdo cuando fuimos con Adriana al hospital Valdizán. Por propia cuenta, creo, jamás habría ido. El hospital Hermilio Valdizán, junto con el hospital Larco Herrera, constituyen los hospitales a los que acuden con mayor asiduidad en Lima, los pacientes con desórdenes mentales. Pero yendo con Adriana el larguísimo viaje hacia la Carretera Central, donde quedaba el hospital, pasaba como si nada, los buses y combis que atraviesan por el cine Orrantia de Javier Prado y su interminable trayecto por trasmundos de la ciudad que nunca sabré determinar, muchas zonas llenas de baldíos y pampones de tierra, todo eso perdía monotonía y la oscuridad propia de una mañana de invierno limeño al verla a Adriana hablando en la combi, con su muy linda sonrisa y su chompa verde clara. Adquiría una mayor claridad el cielo de Lima que entraba por las ventanas y venía concentrado y reluciente junto al brillo mojado de las pistas, y me traía una extraña sensación de frío y felicidad. Ella se atendía con el doctor Zegarra, y sólo consiguió para mi el doctor Loli. Ella pensaba que Zegarra era bueno, y que por esa cosa de patería compartiéramos doctor, para hablar y comentar de Zegarra y ser en cierto sentido, cómplices y compañeros de tratamiento. Demás está decir que eran los psiquiatras de planta, que sólo atienden al público general los jueves en el Valdizán y la atención entonces valía 7 soles, un precio popular (esto significa 1 euro y medio, más o menos, lo digo para los lectores europeos, ja) . Ya era una cosa especial en sí misma estar en la cola para la atención, que se daba en una pequeña habitación, con sillas a los lados. En el parque que estaba fuera de los consultorios, con los setos crecidos en desorden y sin cuidado, pero bastante verdes según recuerdo, había un hombre parado en un solo pie y con los brazos estirados. Lo veía de espaldas. De qué tipo de locura se trataría la locura de un hombre parado en un solo pie es algo que yo no puedo establecer, y de lo que no tengo la más puta idea. Pero esperando al doctor había un gordo, con los cachetes cárdenos por algún flujo sanguíneo libre y claro sobre el rostro, y que Adriana trató con completa amabilidad, preguntándole por otras personas que habían estado internadas con ellos, porque al parecer, Adriana y el gordo de los cachetes cárdenos habían compartido internamiento. Al rato, Adriana se había ido a comprar un agua mineral para pasar el rato sin sed y yo seguía sentado al lado del gordo de los cachetes cárdenos, y de pronto lo sentía sacudir todo su cuerpo de risa. Lleno de espasmos y con una risa que se ahogaba por momentos, todo él era risa que venía gratuitamente, desaforada y solitaria risa porque ni siquiera me dirigía la mirada, y evidentemente, me hacía sentir que estaba rodeado de gente algo distinta, si me puedo referir al asunto de algún modo.
En fin, en esta cabina internet vienen las notas tan amables y entrañables, de "Soy muchacho provinciano", música de Chacalón, algo que cantaban los niños que se hicieron nuestros amigos, de Pako y Gaby, subiendo a pasar un rato hueveando en Sacsayhuamán.
Recuerdo cuando fuimos con Adriana al hospital Valdizán. Por propia cuenta, creo, jamás habría ido. El hospital Hermilio Valdizán, junto con el hospital Larco Herrera, constituyen los hospitales a los que acuden con mayor asiduidad en Lima, los pacientes con desórdenes mentales. Pero yendo con Adriana el larguísimo viaje hacia la Carretera Central, donde quedaba el hospital, pasaba como si nada, los buses y combis que atraviesan por el cine Orrantia de Javier Prado y su interminable trayecto por trasmundos de la ciudad que nunca sabré determinar, muchas zonas llenas de baldíos y pampones de tierra, todo eso perdía monotonía y la oscuridad propia de una mañana de invierno limeño al verla a Adriana hablando en la combi, con su muy linda sonrisa y su chompa verde clara. Adquiría una mayor claridad el cielo de Lima que entraba por las ventanas y venía concentrado y reluciente junto al brillo mojado de las pistas, y me traía una extraña sensación de frío y felicidad. Ella se atendía con el doctor Zegarra, y sólo consiguió para mi el doctor Loli. Ella pensaba que Zegarra era bueno, y que por esa cosa de patería compartiéramos doctor, para hablar y comentar de Zegarra y ser en cierto sentido, cómplices y compañeros de tratamiento. Demás está decir que eran los psiquiatras de planta, que sólo atienden al público general los jueves en el Valdizán y la atención entonces valía 7 soles, un precio popular (esto significa 1 euro y medio, más o menos, lo digo para los lectores europeos, ja) . Ya era una cosa especial en sí misma estar en la cola para la atención, que se daba en una pequeña habitación, con sillas a los lados. En el parque que estaba fuera de los consultorios, con los setos crecidos en desorden y sin cuidado, pero bastante verdes según recuerdo, había un hombre parado en un solo pie y con los brazos estirados. Lo veía de espaldas. De qué tipo de locura se trataría la locura de un hombre parado en un solo pie es algo que yo no puedo establecer, y de lo que no tengo la más puta idea. Pero esperando al doctor había un gordo, con los cachetes cárdenos por algún flujo sanguíneo libre y claro sobre el rostro, y que Adriana trató con completa amabilidad, preguntándole por otras personas que habían estado internadas con ellos, porque al parecer, Adriana y el gordo de los cachetes cárdenos habían compartido internamiento. Al rato, Adriana se había ido a comprar un agua mineral para pasar el rato sin sed y yo seguía sentado al lado del gordo de los cachetes cárdenos, y de pronto lo sentía sacudir todo su cuerpo de risa. Lleno de espasmos y con una risa que se ahogaba por momentos, todo él era risa que venía gratuitamente, desaforada y solitaria risa porque ni siquiera me dirigía la mirada, y evidentemente, me hacía sentir que estaba rodeado de gente algo distinta, si me puedo referir al asunto de algún modo.
En fin, en esta cabina internet vienen las notas tan amables y entrañables, de "Soy muchacho provinciano", música de Chacalón, algo que cantaban los niños que se hicieron nuestros amigos, de Pako y Gaby, subiendo a pasar un rato hueveando en Sacsayhuamán.
2 comentarios:
Pablo, entrañable. Yo siempre recordaré un viaje con Adriana, uno en el que Pablón le pegó una pancita de luciérnaga en la frente y había esa sonrisa en la noche de Coyna, el pueblo de Kauffman, el túnel de los nazis y los sueños en contorsión de pesadilla. Parecía que estábamos en 2001 odisea, las luciérnagas pasaban por nuestros lados como en uno de esos viajes a toda velo. El viaje del que te hablé, el de la plaqueta de Daniel. Pero también recuerdo esos abrazos de Adriana, esos que nos volvían siameses. Acá, hace unas semanas me encontré en miedo del camino con un concierto en un bar que no conocía, “La liberté” y luego de un arco-iris en la Place de la Nation, mala suerte para la nación dirían los matsigenka. Acordeón, guitarras, contrabajo. Una muchacha, cabello amarrado con una rosa, llegó para bailar sobre la calle. Sonrisa esta vez bajo la rosa, hizo la fiesta en pleno día y todos la aplaudimos y besamos con los ojos. Antes de acabar el concierto, ya habiéndome descuidado de la rosa, salí de La liberté hacia algún otro sitio y ella iba delante, a unos metros, giró a la izquierda: entrada del hospital Saint-Antoine, sección psiquiátrica. Iba un poco menos cadente pero como con los ojos cerrados, inclinada un poco la cabeza hacia abajo y las manos en los bolsillos de un largo manto negro, la rosa sobre el cabello castaño. Tengo una foto.
A ver, la foto, Esteban. La foto, la foto, ya pues. Supongo q sí me la mandas a mi correo, yo la pego, o bueno, al menos la veo.
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