martes, 20 de julio de 2010

Odiando el acto de juzgar

Una de las cosas que más detesto del mundo adulto, y cada vez la detesto más, es el acto de juzgar las conductas de unos y otros, y los juicios que ejercen unos sobre otros. Las apreciaciones juiciosas de las conductas, las exigencias implícitas que tenemos en el trato mutuo. Todo eso me desquicia. Subrepticiamente, constituye un correteo y una persecución mutua, una vigilancia policial que fluye en la vida como una actitud cotidiana, las sentencias, las verdades asertivas, todo ese contingente de cosas que parecen establecer un modo y no otro, y dadas determinadas circunstancias, pareciera imposible que la vida siga un curso más relajado, menos entrometido o taxativo. Porque lo que suele suceder conmigo, es que los taxativos son los otros, y yo soy incapaz de percibir las cosas según reglamentación alguna.

La gente es la mar de pesada con esto de juzgar, por eso siento particularmente, que es tan indeciblemente placentero no participar de la vida colectiva. Una tontería es pretender una perfección en nuestra conducta, a la que es del todo imposible llegar, así que un grueso de críticas que nos dirigen o que dirigimos me parece simple malicia, o producto de las puras ganas de no comprender. El acervo denso de críticas mutuas sólo generan silencio, y en mi caso, una gana ubérrima de no saber nada de nada de la vida de los demás.


Pero en fin, no hay tiempo como éste para asuntos de hipersensibilidad debido a cosas enteramente secundarias. Abundan. Tengo propensión yo también a hacer cuestionamientos y tragarme esos mismos pensamientos que están impugnando cosas que percibo, que no me gustan. No manifiesto mi discrepancia o mi malestar, sino que se quedan flotando pensamientos discrepantes que sólo tienen una existencia privada, y que por esta razón, parecieran no tener realidad.

Han venido unos franceses amigos de una amiga que vive en Marsella. Como intentan hacer un documental sobre la vida teatral cuzqueña, les indiqué para que encuentren a Fernando, un pata que hace teatro desde hace mucho tiempo aquí en Cuzco. Quedamos en la plaza, pero Laurie, el francés, tuvo que irse y yo me quedé esperando a Fernando hasta que llegó. Fuimos a almorzar, pero me doy cuenta ya pasadas 24 horas que no tolero mucho lo que me parece que Fernando cree de sí mismo. Ha viajado por Latinoamérica y por Europa haciendo un espectáculo en torno a un despacho, un pago a la tierra como lo hacen los indígenas de las comunidades campesinas de la sierra sur del Perú.

El asunto tiene todo lo de interesante que cabe imaginar, pero todo lo de pretencioso y la conciencia de Fernando de tener algún tipo de razón, algún tipo de verdad trascendente, me espanta y me hace sentir la confianza que tiene en sí mismo con molestia, una gran molestia. Creo que brota de mi, un cansancio extraño, bien extraño, de un tipo de certezas y actitudes, en este caso, de las verdades de un ritual y de un conjunto de creencias animistas (yo sé que Fernando ha estado entre los Q'eros de las zonas bajas de Paucartambo, los Q'eros que con el tiempo desde que Oscar Nuñez del Prado retuvo y comunicó las historias de Inkarri cobraron una gran celebridad en la antropología peruana, por observar toda una gama de formas rituales al parecer pre-hispánicas), pero sobre todo, me brota cansancio de ese enfundarse en su propia persona que tiene este Fernando, y prefiero un millón de veces, el humor bastante inocente de los amigos en Cuzco, de aquellos que no tienen ínfulas de verdad alguna.

Los franceses que han venido a hacer un documental acompañan ahora a un negro peruano que toca cajón. Se llaman Laurie, Julia y Lina. Julia es très charmante, y eso me hace respirar un poco. En fin, si bien detesto el juicio en el mundo adulto, parece que yo mismo no me puedo librar de él (aunque se puede establecer la salvedad, que casi todos mis juicios viven silenciosos en mi, como impugnaciones, y son muy poco populares), pero es cierto que yo también vuelvo a cada momento por esos complicados fueros por los cuales desaprobamos o asentimos respecto a muchas cosas.


No puedo dejar de señalar aquí que me ha asombrado poder hablar con Julia de pintura mural indígena, que manifestara un verdadero interés por conocer las iglesias de Huaro y Andahuaylillas, esas pinturas tan terroríficas del Juicio Final debidas al pincel de Tadeo Escalante, una tradición artística muy pero muy poco conocida, y también que hablemos un poco de Proust. Le señalé que en un momento de "Por el lado de Swann" había un ángulo, una perspectiva de visión de la iglesia de Combray que el escritor siempre privilegiaba, una perspectiva que ya había desaparecido, pero que "Proust" prefería a la actual, que ya había echado a perder buena parte de ese lado del camino con toda suerte de construcciones y modificaciones. Ella me dijo que no recordaba esa parte del texto de Proust (ya para ese entonces en la charla habían aparecido otras cosas de las que sí teníamos un común recuerdo en ese libro). Estábamos en un taxi y la noche y las tiendas y negocios de Cuzco bullían, algunos autos nos adelantaban y todas esas luces se acercaban a la mirada, hacia las ventanas del auto.