viernes, 7 de diciembre de 2012

Los Stalin

Todos los habitantes del área quedamos muy impresionados el día en que vimos llegar las estatuas, los colosales monumentos que los dirigentes hacían desaparecer de los pueblos y ciudades de la Unión. Eran los noventa, yo había crecido, sabía que aquellas estatuas no solo eran lo que en el colegio nos decían que eran y había aprendido también que el área, mi mundo, no era el mundo entero.

 Las estatuas de Stalin fueron las primeras en llegar. No sé por qué, pero las de Lenin no entraron en la fundición hasta transcurridos unos meses. Llegaron también algunas de Marx, pero pocas. Los Stalin llegaban en plataformas especiales, tumbadas de lado y atadas o, alguna vez, partidas, las piernas en un vagón y la cabeza y el cuerpo en otro, a veces en posturas un poco ridículas. En cuanto desataban los Stalin, los imanes los izaban y los dejaban caer sobre el suelo de acero. El cuerpo y las piernas se rompían con facilidad después de dos o tres caídas a pesar de estar arropadas con los pliegues del abrigo con el que solían vestir las estatuas. Las cabezas, sin embargo, a veces eran macizas y rebotaban. El interior de algunas de ellas había sido reforzado con estructuras de aleaciones diversas y muy resistentes. Si el Stalin era lo bastante pequeño y cabía en la boca de los hornos, el proceso era sencillo: el cuerpo entraba como si de un horno crematorio se tratase. Pero si era demasiado grande, resultaba imposible romperle la cabeza. Habían intentado cortarla, despuntar algunas partes del cabello, la nariz, las partes más prominentes de las mejillas y de los pómulos, pero las sierras se desgastaban, los dientes de las piezas macizas de fundición se mellaban. La única solución que les habían dado era colocar una carga explosiva en el interior de la cabeza, enterrarla y hacerla estallar. Si no la enterraban podía volverse una bomba de consecuencias imprevisibles; la metralla volaría en todas direcciones.

 Era demasiado trabajo, y al final decidieron dejarlo correr. Las cabezas de Stalin, desfiguradas por los golpes y cortes que habían recibido, observaban desde un rincón cómo se retomaba una y otra vez el ciclo de la fundición, el rojo vivo del hierro que poco a poco se volvía gris y negro. (De uno de los relatos de "Los cuentos rusos" compilados por Francesc Serés últimamente)