martes, 21 de febrero de 2012

Una educación de primera

Llegar a Cusco en 1995 fue un modo de olvidarme de la afasia, si es posible olvidarse de eso. Afasia es un modo de decirle, porque lo que realmente estaba sucediendo es que, concentrado sobre mi mismo y esperando algún pensamiento, este no llegaba a aparecer. No había nada. No había nadie dentro de mi. Si no había rastros de pensamientos, menos aún habían señales de emociones o sentimientos. No era algo simpático. Por ese entonces, hacía el trabajo de campo con el que culminaba la carrera de antropología, y un poco antes, aún en Lima, había dado vueltas por Cieneguilla acompañado por una rubia de labios carnosos que estudiaba conmigo en la Facultad. Una rubia dorada que tenía una belleza que quitaba el aliento, como si estuvieras en un sueño. Dicho sea de paso, y aunque de una sensación redundante, el trabajo de investigación que realizábamos giraba alrededor del significado que tenían los sueños para un grupo religioso, el de los Israelitas del Nuevo Pacto. Para ellos los sueños no resultaban una cuestión secundaria, sino que muchas de las veces, eran avisos divinos del fin de los tiempos como una señal sobre el cielo de Chernobyl, o también órdenes sagradas, que los inducían a coger sus bártulos y mandarse mudar a la selva, a la frontera con Brasil.

Este grupo religioso proclamaba la autoridad del Antiguo Testamento, sus miembros vestían túnicas coloridas y, en el caso de los hombres, se dejaban crecer la barba semejando los grandes profetas de la ley, y por ese entonces tenían un viejo mesías de grandes barbas blancas que acudía muy de vez en cuando para dar el sermón en el Templo. Ezequiel Ataucusi Gamonal era su nombre.

Creo que hasta me envidiaron andar de investigaciones antropológicas con esa chica tan hermosa, y luego ella formó parte de un grupo pop muy conocido, pero para ese entonces anímicamente yo venía en picada, ni la mujer más bella del mundo detenía mi debacle. Así que establecida esta afasia y silencio inexplicable en mi conducta, viajé a Cusco y decidí continuar con el tema, esta vez me propuse explorar la identificación que tenía este movimiento religioso con el pasado incaico (que era algo que los estudios sobre el tema ya habían señalado), aunque sabía que probablemente, dados mis conflictos internos no consiguiera nada, que si concluía la investigación el estudio resultaría, en el mejor de los casos, menos que mediocre.

El asunto es que para no toparme demasiado con las personas y para no sentir lo descarrilado que me encontraba del tren de la vida, caminaba por Cusco como solo un ser desolado e inútil puede caminar por una ciudad. Caminaba por todas partes. Llegaba casi a diario por calle Ayacucho, después subía Belén y pasaba todas las ópticas, y luego todo se empinaba hacia arriba por calle Belén hasta llegar a la misma Iglesia. No era gratuito: por allí estaban los restaurantes de menú más baratos, y acostumbraba comer olluquito, o matasca, o capchi de habas, a veces rodeado de otras mesas en las que más bien parecían estar continuando la borrachera del día anterior. Para mi era difícil pasar el arroz en cada plato, llevaba la boca seca, y con el tiempo me acostumbré a dejar esa mitad de arroz de la que está compuesto todo segundo o plato de fondo que se sirve en el Perú. Y luego, seguí vagando, las reuniones con los Israelitas eran los sábados, y entre semana espaciaba las entrevistas con los hermanos. Y las entrevistas que tenía dispuestas se ponían complicadas, porque me interrogaba: ¿llegaré a formular las preguntas? ¿no me quedaré trabado antes de decirles una palabra?


Entre tanto, me fui haciendo amigo de los artesanos que llegan de todas partes a la ciudad turística. Claro está, lo peor que me podía suceder era que un amigo de la universidad me encontrara, y me invitara o dijera para almorzar, porque es entonces que sufría. Se creaban tales vacíos y silencios en mi conducta durante el almuerzo que yo no sabía dónde esconderme. Y por eso me fui haciendo amigo de los artesanos, ellos no exigían nada, no sabían nada de mi y me la podía pasar mudo un par de horas y ni cuenta se daban, o no les importaba. Estaba bien sentarse con ellos en los arcos de la Plaza para protegerse de la lluvia, porque en ese entonces los artesanos podían estar sentados, tranquilos, vendiendo sus productos en las veredas que dan a la Plaza, en lo que en la Plaza Haucaypata se llaman los Portales, para el lado de Plaza Regocijo, y aún no se había enviado como quien envía una jauría de perros a ese ogro necio que en Cusco se llama Policía Municipal, los azules, que vienen en sus camiones para corretear a los artesanos de Procuradores, e incautarles sus efectos, y tienen ese placer tan sádico de emprendérselas con los lustrabotas y hacerse de sus cajitas como un botín. Desgraciados. Mal paridos.


A veces llegaba la noche de Cusco y todos esos faroles de tungsteno tan emocionantes, como unas bolas de luz, se prendían y una ligera alegría se insinuaba dentro de mi, era como una luciérnaga que aleteaba entre mis pulmones, pero ni bien se prendía se apagaba, tantas cosas muertas traía en mi. No reaccionaba. En las noches, trataba de darme cabezasos contra las paredes. Cuándo acabaría el suplicio de no poder articular palabra, de no poder expresarse libremente. Y fue por esos días que conocí a Raúl. Raúl dormía en la Plaza. Llevaba una casaca rosada de plumas, de un rosado encendido que estaba siempre lleno de carca, unas manos encostradas en las palmas y de uñas muy sucias y crecidas, el rostro tostado por el sol, y una barba raída bajo sus ojos enrojecidos y brillantes. Qué ojos. 


Por mi lado, cuidaba el local de una ONG, era una especie de guardián informal de una oficina en un edificio. Llegaba por las noches, desplegaba mi colchón y sleeping bag, y todo bien, en realidad era amigo de la directora y nos salía cómodo a ambos el trato. Pero a las mañanas al desayuno, en el mercado de Rosaspata o en el de San Pedro, siempre era posible encontrarse con Raúl que me comentaba sus preocupaciones. Primero, al encontranos, siempre me daba un papel con la mano izquierda. Tenía que recibirlo también con la mano izquierda. Un papel que sacaba de su prodigioso saco de yute sucio muy sucio y que estaba poblado de artículos y recortes provenientes de alguna edición del Popular, el Chino, la Chuchi, pero que Raúl sabía leer en sus signos secretos, de una manera siempre lúcida y sorprendente. Un día andaba preocupado y me decía: "-Necesito un escarpín del Barcelona de España, lo necesito urgente, a ver si me lo consigues, porque es necesario para mejorar la calidad de la nata que producen en la Planta Lechera de San Jerónimo". O también, cuando los universitarios cusqueños en huelga por los maltratos en la actividad turística iban subiendo por la Cuesta de Santa Ana, una marcha nutrida de jóvenes universitarios que pretendían cerrar por unos días las vías del tren a Machu Picchu, materializando de esta forma su protesta, Raúl aparecía a mitad de la Cuesta y los sentenciaba: "Aguirre, la ira de Dios, con Klaus Kinski".

Otro día estaba también indignado, porque había tenido un camioncito de marca Raudi, con el que trasladaba material de construcción, que había sido confiscado por el gobierno municipal de Ricardo Belmont Cassinelli en Lima. Qué tal raza, esos limeños.

Apareció un buen día con una gran hinchazón en uno de sus tobillos, y habría sido bueno traerle un tubito de Hirudoid o Calorub y habérselo obsequiado, pero en el momento no se me ocurrió. Sin embargo, él me explicó rápidamente lo que estaba sucediendo: "Son las del Seguro, no las enfermeras que están demasiado ocupadas con los pacientes, sino las empleadas que manejan las computadoras, las de la administración, esas me están telepatizando en el pie".

Otra noche que salía partiéndome de frío del Kamikase u otra disco, iba conmigo Valderrama, un amigo artesano, un gringo de Lima igualito al Pibe Valderrama, (el crack colombiano que le puso ese pase magistral a Rincón para el empate con Alemania en Italia 90). El se dedicaba por esos días a modelar unos pequeños duendes en duropox y ese día había conseguido su última proeza: había elaborado un duende viejo al que había llamado Odín, y que según la leyenda se presentaba en los sueños de las personas, los dirigía, y a un lado de Odín había esculpido también la marmita con el fuego, símbolo de la eternidad y el conocimiento. Fue esa noche que al acercarnos a Raúl con el duende Odín en las manos de Valderrama (era su "gran obra"), que éste, echado y cubierto con sus plásticos en un rincón de la Plaza, y algo adormilado, nos contó su historia:

"En realidad, ustedes creen que soy de aquí, porque me ven durmiendo en las noches en la plaza me subestiman, creen que soy así no más, pero yo nací en otra parte, en Egipto, en Cafarnaúm. Es necesario mantener en secreto esta información. Yo he venido al mundo para cumplir una misión, para eso estoy en el Cusco. Me están mandando la información desde el satélite. Tengo que implementar doce módulos educativos, a cada cual mejor implementado. Centrarme en la educación, esa es la directiva, y yo lo comprendo porque a la vista se nota que los adultos y las mujeres que trabajan en las oficinas ya no sirven para nada. Hay que chambear duro para mejorar las cosas en este mundo. Para eso me han preparado. En Cafarnaúm yo vivía en un castillo, ahora vivo aquí en la plaza pero yo vivía en el castillo de niño, y me acostaba a las nueve de la noche. Todo era así porque ya desde entonces me estaban preparando para lo que va a venir. Me pusieron los mejores profesores. Por ejemplo, mi profesor de matemáticas era realmente bueno pero bien distraído, a veces desaparecería y había que buscarlo por todos lados, grande era el castillo, y se le encontraba vagando en medias, sin zapatos paraba y se iba por un lado y otro, de tanto pensar se perdía y se chocaba contra las armaduras de las habitaciones del castillo. Aparecía a la tarde con su pelo blanco todo desordenado, con su bigote blanco un poco tirado hacia un lado. Albert Einstein se llamaba. Había otro que me enseñaba física atómica, era italiano, Enrico Fermi, el que logró la primera reacción en cadena de los átomos en Chicago. Pero había otro de mis profesores que me causaba inquietud y me costaba asistir a sus clases. Me producía muchas dudas y me angustiaba. Era Werner Heisenberg, el del Principio de Incertidumbre. Una mierda sus clases. Pero en realidad, mi maestro, mi verdadero maestro, era el profeta Saúl. Bien borracho era el profeta. A las mujeres a la mitad de la calle ya las quería estar empujando...Lo fui corrigiendo".Ese día me interesé y balbuceé las palabras que me permitieron formularle una pregunta. Pero de tonto, de querer hacerle saber que lo escuchaba (tal como estaba sucediendo) le dije: -"Entonces habiendo vivido en Egipto, debes haber conocido las pirámides: Keops, Kefrén, Micerino?". Me miró de mala gana y como si yo fuera un estúpido. -"¿Las pirámides?. Estás sonso tú, no te he dicho que soy de Cafarnaúm?, yo no conocí esas pirámides porque soy de provincias".

domingo, 12 de febrero de 2012

Tacheros del orto

En los días que pasé en Buenos Aires, en marzo del 2003, los Estados Unidos habían declarado la guerra a Irak, y esto tenía un sabor a afrenta en la Argentina y se sentía con una entera agitación. La juventud de los colegios y primeros años de universidad se lanzaba a los escraches al Mc Donalds -una forma de boicot-, y las marchas en las calles estaban pobladas de los muchísimos y diminutos partidos de izquierda, trotzkistas, anarquistas, y otras especies similares. Un estruendo de tambores, yembés y tumbas repicaban entre el gentío y en la radio el odio a los yanquis bullía como los clásicos Boca River.

En lo personal, un muy singular conjunto de circunstancias me habían llevado a indagar, a partir de una ignorancia completa sobre la escena cultural y artística argentina, si entre la nutrida variedad de escritores porteños y de otras ciudades, habían algunos genios desconocidos que merecían una traducción al francés. Porque el encargo que me había llevado a la Argentina era ese, o al menos así lo había entendido. Me habían encomendado desde una editorial francesa, que con la acostumbrada locura que me lleva a encandilarme con escritores y poetas, pudiera convencer de la calidad excepcional de algunos de éstos y llevar a París referencias importantes de personas que no debieran estarse pudriendo en las barras de los bares, y de repercutir, lanzarlos a una aventura literaria mayor. Con toda la irresponsabilidad que entonces me caracterizaba, , me sentaba en los cafés de Buenos Aires a hablar de Roberto Arlt con quien fuere, de Leopoldo Marechal, Witold Gombrowicz o Rodolfo Walsh, con la esperanza de que aparecieran entre los desconocidos a quienes dirigía estas precipitadas palabras, aquellos genios aún anónimos por los que estaba en ese país.

Así mientras estaba en Buenos Aires, y caminaba por Corrientes rumbo a la oficina de Western Union, no tenía noción de lo que hacía sino vagar por Almagro viendo los afiches y fotos en blanco y negro, pegadas a las paredes de los puestos de diarios, con glorias del tango nunca olvidadas. Otras veces de caminar y caminar de pronto estaba entre mucha maleza y aparecía una estación de tren completamente rural en medio de la gran urbe, lo que me asombraba. La cantidad de escritores argentinos que fui conociendo por esos días fue extensa, muy extensa. Conversé una tarde con Rodolfo Fogwill, que vestía un buzo azul como pantalón y cualquier camisa encima, e iba sin afeitar, y recuerdo que decía que en Santiago de Chile, donde vivía la mayor parte del año, sólo trataba con peruanos (las empleadas domésticas de las familias chilenas, de Trujillo, y me mencionó otros lugares del Perú de donde procedían estas sus mejores amistades en Santiago), ya que estas personas parecían ser los únicos seres soportables en esa ciudad de mierda. Otra vez, me quedé tomando unas Quilmes contra una pared en el Rojas, un centro cultural, en cuyo auditorio, Alberto Laiseca narraría historias de terror. No entré al auditorio: las cervezas tenían una lógica muy propia y triste, me hablaban un lenguaje muy absorbente según recuerdo, mientras miraba una pared blanca donde solo había "lo blanco" y escuchaba que todo mi entorno, se iba haciendo un mar de voces bien confusas (había una cola para entrar al auditorio).

En fin, en esos días me familiaricé con una vasta legión de escritores porteños y argentinos que sólo por citar algunos, estos podían llevar los nombres de Horacio Martinez (Acerca de Roderer), Angélica Gorodischer, Martín Kohan, Lamborghini, José Bianco, Gabriel Bellomo, Mempo Giardinelli, Eduardo Mignogna, Carlos Chernov, Ricardo Santoni, Belgrano Rawson, Antonio Dal Masseto, Blanca Lema (que tiene una brillante novela, quizás aún inédita y desconocida), variedad de antologías de relatos, Raquel Heffes, la Demitropolis, Ana Kazumi Stahl, y aún otros como Juan Filloy. La lista era vasta para los narradores como también para los poetas, y debe entenderse que Ricardo Piglia, César Aira y Juan José Saer estaban descalificados y no tenía sentido leerlos ni entrevistarlos por haber conseguido ya reconocimiento y haber sido traducidos. Tampoco Osvaldo Soriano, con lo que me hubiera gustado que Soriano no tuviera la celebridad que tiene para tratar de conocerlo, pues entonces no sabía que ya había fallecido hacia 1996.

Así que leyendo en mi habitación del departamento de calle Perón, y luego de variadas entrevistas a lo largo del día, podía quedarme dormido de cansancio y al despertar, de pronto escuchar la radio prendida con La Balada para un Loco de Piazzola pero cantada en ruso. Me desperezaba y recordaba que tenía que llegar a una cita y entonces me reponía echándome chorros de agua al rostro, o una ducha instantánea de pie en una tina blanca que como bases que la asentaban en el piso, tenía unas garras de león. Luego, para seguir mi frenética y relampagueante exploración de la literatura argentina salía corriendo al taxi, y debo decir que nunca me orienté bien en esa ciudad, porque no tenía conciencia de cómo llegaba a Caballito, a la Feria de Mataderos, o Palermo Hollywood. Menos si tenía que llegar a Belgrano al departamento de mi prima Fiorella. Es decir, por esos días del verano del 2003 tomé tantos taxis que la ciudad era una especie de caleidoscopio vivo y múltiple, imposible de descifrar. No tenía una orientación mínima de dónde quedaba cada cosa, y tomaba taxis o remises porque nunca entendí la diferencia. Pero he de decir que me gustaba así, me gustaba ese desorden de conciencia y tanto taxi: una vez atravesábamos el estadio de Ferro y le dije al tachero que bueno, una pena que Ferro estuviera en tercera división, y como mi tono de voz era evidentemente extraño, el taxista se sorprendió y dio vuelta a mirarme y dijo de ese modo tan acentuado:

-Sabés de fútbol...

Y me contó de River y de los días que pasó llorando en el timón del taxi cuando Enzo Francescoli se retiró, tanto lloró y durante tantos días que los pasajeros del taxi le terminaban diciendo que si había ocurrido una desgracia en casa, si podían ayudarlo en algo, si el problema era de guita para colaborarle un poco...

Ya se habrá entendido que tachero en Buenos Aires es lo mismo que decir taxista...y en "la 2 por 4, la radio del tango", hasta tienen su microprograma, del Parador del Tachero. Lindo programa, uno se entera que en los años 50s solo circulaban como taxis en Buenos Aires unos pequeños Mercedes Benz muy negros a los que llamaban "la hormiguita negra". En fin. Otras veces convencía al taxista que se quedara para mirar cuando saliera la mina que me tenía que entregar unos libros, y el taxista se estacionaba ahí, fisgón...Decirle no más que era profesora de literatura romántica alemana del siglo XIX en la UBA pero que era un portento de belleza hacía que mi tachero esperara religiosamente al portento femenino que no siendo una vedette, terminaba siendo un exotismo digno de la mayor curiosidad intelectual y hormonal.

Otra vez se me hizo las siete de la tarde y entonces ya ni llamé por teléfono a Onda verde (es mejor en Buenos Aires llamar a líneas de taxi, tienen una seriedad admirable en sus compromisos de tiempo de recoger a las personas, y realmente el taxi al paso, costumbre limeña, es abrir una estúpida posibilidad que te asalten y roben), así que vino mi taxista y ni bien escuchó mi tono de voz no-porteño dijo que venía muy cansado desde la mañana, que llevaba haciendo taxi todo el día y que no estaba de humor, y cuando no estaba de humor seguía las rutas que mejor le parecía así que no le recomendara ninguna ruta alterna o que no me hiciera al conocedor porque no me iba a hacer caso. Muy sincero mi tachero, cualquiera se hubiera friqueado en Perú con este tipo de taxista, pero yo traía una vena muy amable de estar fascinado con la charla sostenida con Diana Bellesi, poeta mayor adorada por las jóvenes poetisas del Río de la Plata, que me había invitado una grappa rusa y había recordado los atardeceres de las playas del norte de Perú, así que empecé a reirme de toda la agresividad y la grima del taxista, no había hecho fiaca había que comprenderlo, y simplemente le dije que me recordaba una historia de Paul Auster, La música del azar, donde un tipo gana una herencia de un padre que nunca conoció y se alquila un auto y se la pasa días y semanas por la carretera, obsesionado con la línea blanca que divide los carriles ante los faros en la noche, carretera carretera y putas al paso en los hoteles baratos, y bueno, mi tachero malhumorado ya se interesó y preguntó:

-De dónde sos, mexicano?
-No, peruano, le dije.
-Ahhh, porque te expresás con propiedad -aseveró. Es que el otro día se me subió un mexicano...Esperá -dijo. Yo laburo en Ezeiza en una empresa de taxis y no sé si sabés cómo es el sistema. A vos te asignan un pasajero y bueno, lo llevás a su destino. Pero bueno, yo iba a buscar a mi pasajero el otro día y de pronto viene otro tachero y levanta a mi pasajero. Puso las valijas al toque en el baúl y arrancó por la Richieri y yo me dije me cagó. La verdad es que estaba bastante sacado esa tarde, no tanto como ahora, y entonces me largué a perseguirlo. Por el aparato le avisé a mis compañeros que un piola me había birlado el pasajero y entonces de pronto en la autopista fueron apareciendo mis compañeros, viste?, como en C.H.I.P.S o en Las Calles de San Francisco, todos detrás de ese chorro de mierda.

Ni idea de si se había dado cuenta el muy garca, pero la cosa es que tomó una salida a la izquierda, y ahí sí que la cosa se puso fiera. Sabés, de la autopista a la izquierda sólo está la villa y un turista sólo va para Capital, que está derecho por la Richieri, eso seguro lo sabés. Entonces, me dije, el muy hijo de puta lo quiere afanar...Así que con mi patrulla motorizada fui avisando por la radio y entonces Gambetta fue por adelante, Portinari cerró por el otro lado, y al rato ya teníamos al chorro acorralado, ellos se encargaron de chamuyarlo mientras yo fui directo a las valijas del baúl y las metí en mi coche y después al pasajero le dije amablemente que se pasara a mi auto y asunto arreglado. Claro, el chabón estaba loco de no saber lo que pasaba pero qué iba a hacer, si tan cómodamente lo habíamos instalado en mi tacho.

Así que le pregunté la dirección a la que iba, dijo Junín y Las Heras y así que salí arando nomás mientras los otros seguían dándole duro al chorro como cuando Monzón estaba desaforado en el ring pegándole a un negro yanqui. De ahí ya volvimos para Capital y me dijo que era mexicano y que venía por una mujer, maravillosa, y que pasara por una juguetería y una joyería para hacerle regalos y compras. Bien, lo llevé sin problema y vino con unas bolsas grandes rebosantes de ositos de peluche, todas esas boludeces que se les lleva a las minas cuando uno está pirado por ellas. Cuando pregunté cómo había conocido a la mina si en México, o acá tal vez, o en otro país, el tipo me dijo que la había conocido la semana pasada por internet y ahí si que me cagué de risa, y lo miré de pies a cabeza como es lógico:

-Ché, es que no tenés mujeres en México?, me dio por gritarle. -¿Qué tipo de país tenés vos, che? ¿Estás de la nuca, estás pirado? -aunque para adentro pensé que seguramente era un asunto moderno como la cocaína de Maradona o la cumbia villera y en el fondo, quizás yo ya no entienda nada de nada del mundo. Así que lo llevé a Junín y Las Heras y lo vi subir al edificio con sus bolsas.La cuestión es que al parecer le abrió el marido e imagino que la mujer, tan argentina y puta como sólo puede ser una argentina, seguro le dijo una cosa como yo le diría: -Loco, internet es para fantasear y dejate de boludeces, y los pobres peluches rodaron por la escalera, y las joyas se esparcieron y qué sé yo, porque mi pobre mexicano vino al taxi hecho una noche, en silencio, simplemente se sentó, y lo tenía ahí sin pronunciar palabra, y yo mismo no sabía qué hacer, loco. Mexicano deprimido y mudo recuperado de las fauces de un chorro a la izquierda de la Richieri, ni más ni menos.

Así que el tiempo pasaba y el mexicano era una noche. Qué cagada. Así que me decidí a hablar yo y le dije: -Mirá, macho, me caíste bien, y entonces apagué el taxímetro y le dije que lo iba a pasear un poco por la ciudad, porque los idiotas enamorados ya casi habían desaparecido del planeta, todos sabemos que las mujeres son unas perras, y estaba bien que vea un poco del Obelisco, que mire las minas de Palermo, eso, yo tratando de animarlo y el mexicano en silencio como nosotros cuando los suecos nos eliminaron del mundial de Corea Japón. No decía nada. Así que lo voy llevando por San Telmo después, y le digo que a mi parecer tenía 3 opciones ya que lo de la mina maravillosa había sido un fiasco. El mexicano igual, mudo me miraba, y hasta por el retrovisor podía darme cuenta que le llovían las lágrimas en los ojos. Mierda. Que tenía 3 opciones, le dije, una primera era (me había dicho ya antes que el vuelo de retorno era en una semana), darse la vuelta por Bariloche, todos los lugares turísticos, las cataratas, tantos sitios, la Argentina es un gran país y por algo lo llamaron el granero del mundo, y así se pasaba la semana; la segunda opción era quedarse en Buenos Aires,  la prensa internacional señala que nuestra capital es el paraíso erótico de América Latina, que tiene los bifes sexuales más grossos, las mejores pastas, como ravioles y canelones al mismísimo estilo tano...Y bueno, le dije, tenés una tercera opción, la de convivir con una familia de clase media porteña, aprender nuestras tradiciones, el asado del domingo, la hermana de mi mujer que baila tango allá en una milonga por Almagro, y todo esto que te daría una idea de la vida argentina, así directamente.

El mexicano seguía mudo y triste y me miraba con ojos de Cocker Spaniel. Yo empecé a rascarme las bolas porque a éste no le iba a sacar una palabra e iba a tener que dejarlo tirado en cualquier lado. Pero milagrosamente, al parecer me había escuchado en medio de su estúpida depresión y me dijo que le parecía mejor la tercera opción de vivir con una familia argentina, así que yo inmediatamente saqué el celular, llamé a mi mujer y le dije: -Vieja, tenés a los pibes bañados? Ella se puso a gritar por el teléfono porque así es mi bruja, mandándome a la puta que me parió y demás delicadezas, y yo le insistí: -y tenés bien barrida la casa, el living? Ella puteándome igual otra vez, pero ya intrigada, me dijo, -te conozco, boludo, me podés decir lo que pasa?. Y yo le dije que íbamos a tener un invitado toda la semana, un mexicano, que acaso no leíste la Biblia esos versículos del buen samaritano, y dejate de joder, que de tanto gritar me vas a romper los tímpanos y el celular, la reputa que te parió.