Baruch Spinoza
Yo era un niño
mentiroso. La culpa era de la lectura. Tenía mi imaginación siempre
incandescente. Leía en clase, en el recreo, camino de casa, de noche bajo la
mesa, tapándome con un mantel que llegaba al suelo. Debido a los libros pasé
por alto todas las cosas de este mundo: las escapatorias de la escuela al
puerto, el comienzo de los billares en los cafés de Gréchevskaya, los baños en
Lanzherón. No tenía amistades. ¿A quién le agradaría tratar a un tipo así?
Un día vi en
poder de Mark Borgman, nuestro primer alumno, un libro sobre Spinoza. El
acababa de leerlo y sin poder contenerse comenzó a hablar a los muchachos que
le rodeaban de la Inquisición española. Lo que contaba era una farfulla
científica. Las palabras de Borgman estaban desprovistas de poesía. No aguanté
y me entrometí. Hablé a los que quisieron escucharme del viejo Amsterdam, de
las tinieblas del ghetto, de los filósofos-tallistas de diamantes. Agregué
mucho de mi cosecha a lo leído en los libros. Sin eso no podía pasar. Mi imaginación
confería fuerza a las escenas dramáticas, trastocaba los finales, ponía
misterio en los comienzos. La muerte de Spinoza, su muerte redimida y
solitaria, quedó trasformada por mi imaginación en una contienda. El sanedrín
quiso obligar al moribundo confesar, pero él no retrocedió. Allí mismo
intercalé a Rubens. Me imaginé que Rubens había permanecido ante el lecho de
Spinoza y había sacado la mascarilla mortuoria.
Mis
condiscípulos escucharon la fantástica novela con la boca abierta. Fue una
novela contada con inspiración. Nos separamos con disgusto al oír el timbre. En
el recreo siguiente Borgman se acercó a mí, me tomó de la mano y comenzamos a
pasear juntos. Al poco rato nos pusimos de acuerdo. Borgman no tenía las
fastidiosas características del primer alumno. Para su cerebro recio la ciencia
escolar era como los garabatos al margen de un libro auténtico. Buscaba esos
libros con verdadera ambición. Con la ingenuidad de nuestros doce años sabíamos
ya que le esperaba una vida sabia, nada común. No preparaba las lecciones, sólo
las escuchaba. Aquel muchacho juicioso y formal me tomó afecto por mi manera de
trastocar todas las cosas del mundo, las cosas más simples que cabe imaginar.
(Isaak Babel, “En
el sótano”, de CUENTOS DE ODESSA, pg. 91, 92)