domingo, 15 de agosto de 2010

Pensamientos de Aeroparque

Cada vez que paso por Lima la experimento con cierto resquemor. Hay cosas que funcionan mal en el espacio más cerrado, más privado, relacionado con mis vínculos personales más permanentes, y en más de un sentido, los más importantes. Y estoy completamente descolocado respecto a lo que ocurre cada vez que llego a Lima, cada vez más. Pero quizás hayan menos inquietudes en los meses que vienen, están pintando la casa donde viví 20 a 30 años, de colores que no me gustan mucho, pero están haciendo un cambio tan fundamental que no cabe detenerse en detalles. Es un cambio que, sin mucho poder, irradia alivio.

Por estos días pasé otra vez por Buenos Aires, y cuando en el ambiente de la cabina de internet se escuchaba la música de Spinetta, cuando en la terraza de la casa de Fiorella el viento soplaba helado y como una verdadera tempestad, cuando en Asunción unos días antes sentía las maderas de los pasadisos del Hotel Chaco tan lisas, brillantes y oscuras, las letras doradas del Asensor Fire (creo que en inglés no era "ascensor", sino así no más, con una sola s), había algo que ya había experimentado mucho antes, había algo que me impulsaba a vivir simplemente el presente en las situaciones, disfrutándolas más. Pero, curiosamente, parte del presente es un absorberme absoluto y lanzarme a vivir otra vez, sin ninguna diferencia, momentos y momentos que transcurrieron en 1984, 1986, todos, hasta los desconcertantes por los cuales entraba a una habitación y luego al salir, me topaba con sofás que tenían personas extrañas y saludaba, no podía despegarme de las paredes porque el suero tenía ese efecto, que solo apoyándome en las paredes podía estar de pie y orientarme hacia el baño, cuando el doctor Mariátegui aceptó mi reclamo, un reclamo casi desesperado, por una cura de sueño, porque la angustia se había vuelto acezante y al punto dominante, que ni bien despertaba a las 6 de la mañana, la angustia era un suplicio tan extremo, tan absoluto y abarcante, que creo que siempre será imposible saber cómo una persona puede llegar a ese nivel de angustia, a la ruptura de las ataduras que hacen que una sensación, cualquier sensación, sólo tenga pequeñas dosis de nuestro yo. Desde hace mucho, las sensaciones que vivo sólo tienen esas pequeñas dosis de yo, quizás por eso me es tan fácil aislarme en el recuerdo, en la sala de espera de Aeroparque, en la Argentina, veía a Daniel dormido sobre su mochila negra, pero yo, realmente, no estaba ahí. Y me sentía contento de no estarlo, ni tampoco lo estaba demasiado cuando veía las llanuras del Paraguay desde la ventanilla del avión, toda esa extensión marrón manchada de arbustos verdes, esa llanura ilimitada.


Aparte de esto, se me van quedando los personajes que van apareciendo en el radio de mi retina, cosas del viaje por Paraguay. Por ejemplo, María Rosa, la chipera loca de Carovení. Ella se acostaba con los oficiales foráneos, en el pueblo de Itapé, hasta que el deslumbramiento silencioso del pueblo y sobre todo, de las mujeres, al escuchar la guitarra de Gaspar Mora al caer la tarde, le hizo alterar su actitud hacia la amabilidad y la deferencia. María Rosa, se enamoró locamente de Gasmar Mora, mulato luego atrapado por la lepra. La chipera loca de Carovení es un personaje de HIJO DE HOMBRE, de Augusto Roa Bastos, que, queriéndolo o sin querer, mi pensamiento se ha paraguayizado mucho en estos días.